Por Dibuks (Editor.d)
INTRODUCCIÓN* (III)
[continúa del artículo arterior. Ver primera parte aquí]
Rebobinemos algunos años
Hasta ahora, nadie nos enseñó a seducir. Somos hombres. Nuestros padres también lo son, al igual que nuestros abuelos. Seguramente, nuestro padre jamás recibió del suyo un consejo útil acerca de mujeres y repitió el mismo error con nosotros. No podemos culparlos. Simplemente, ningunos de ellos sabía cómo hacerlo. Por otro lado, las reglas del juego han cambiado vertiginosamente en estos últimos años. Apenas un par de generaciones atrás, el placer sexual se procuraba exclusivamente en los burdeles. Más aún: podemos decir que, en ese contexto, el sexo y las relaciones de pareja rara vez iban de la mano; sólo encontraban coincidencia si satisfacían situaciones de tipo social, en su mayoría centradas en mantener o incrementar el nivel socioeconómico de una familia. Poco tiempo atrás, el desafío más importante con el que podía toparse un hombre típico de ciudad era “pedirle la mano” a la familia de la mujer que deseaba. Ese panorama no requería de expertos en seducir a diferentes mujeres y menos todavía de mujeres que pudieran elegir libremente con quién estar. Lo que más aumentaba las chances de obtener la aprobación de la familia para consumar un matrimonio era la posición económica y social del postulante. Los casamientos, básicamente, eran acuerdos sociales (siguen siéndolo) mediante los que se sellaba un contrato que permitía compartir las riquezas (o las pobrezas) de una sociedad demasiado ocupada en su supervivencia como para pensar en vanidades.
La posibilidad de seducir a varias mujeres (simultánea o consecutivamente) fue durante siglos un lujo estrafalario reservado a las clases pudientes. Los emblemáticos casanovas y donjuanes habitaban los palacios de una alta sociedad demasiado ociosa como para no distraerse. La seducción era una necesidad básica convertida en lujo. A esta suntuosidad corresponde el primer estudio riguroso sobre el tema del que se tenga registro: es el de Ovidio, el poeta romano. Escrito en el siglo primero de nuestra era, su muy citado y poco leído Ars amandi (El arte de amar) constituye un verdadero manual para el seductor latino de la época.
Sin embargo, en su libro la seducción se postula como un bien accesorio, de uso para la más alta sociedad. Por eso no es de extrañar que una de las más preciadas recomendaciones de esa obra sugiera “trabar amistad con la sirvienta de la joven deseada”. Como sucedía hasta hace pocas décadas, la inmensa mayoría de la humanidad (todos aquellos que no pertenecían a la aristocracia) carecía de acceso libre a la seducción. Si dejamos de lado los últimos cincuenta años de historia, deberíamos retroceder hasta la época en que el ser humano vivía en pequeñas tribus para encontrar alguna sociedad en la que hombres y mujeres pudieran seducirse libremente (aunque no sabemos si entonces sucedía eso).
En el interín, hemos sobrevivido a miles de años de tabiques y restricciones alrededor de este tópico. Hoy en día, si bien no nos enseñan cómo hacerlo, tampoco nos lo prohíben. Podemos seducir a quien queramos y, aunque parezca increíble, ésta es una situación que la humanidad no ha vivido en decenas de miles de años.
[continuará en el próximo artículo]
*Fragmento exclusivamente adaptado para INFOBAE.COM del libro “El juego de la Seducción. Todo lo que un hombre debe saber sobre las mujeres”(Dibuks, 2013)
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