Hace poco más de un año adquirí una impresora láser a color; un equipo doméstico pero robusto. Recientemente me avisó con una lucecilla parpadeante que uno de los cartuchos de toner estaba por terminarse; cuando se agotó no pude imprimir una sola hoja más, aún cuando la imagen no fuera a utilizar ese color.
La impresora había tenido un precio de $450 usd, por lo que me sorprendió que cada cartucho costara $110 usd; prácticamente un cuarto del valor de la impresora por algo que era simple polvo; la utilidad para la marca debía ser enorme dado dado que el costo debía ser marginal. A los pocos días de comprarlo, el indicador de otro color comenzó a encenderse. Decidí revisar todos de una vez… Prácticamente ninguno de los tres restantes duraría un mes más, por lo que hice cuentas. El cambio de los cuatro cartuchos sería el equivalente de comprar una impresora nueva con cero desgaste y modelo actualizado. Me pareció un absurdo. Poco después me deshice de mi impresora.
Me puse a reflexionar sobre el hecho y a revisar otros de mis bienes de consumo. El modelo de mi iPad pertenece a la primera generación y funciona perfectamente, sin embargo algunas apps ya no corren en ella. En cuanto a smartphones me percaté de que cambio el modelo casi cada dieciocho meses, ya sea porque comienza a parecerme lento o porque de verdad se vuelve obsoleto para el entorno tecnológico. Este fenómeno no se limita a la electrónica; para aquellos que corren por las mañanas, el concepto de que los tenis “caducan” al recorrer cierta distancia no será nuevo… aunque parezca que pueden dar un poco más de sí.