El tiempo pasa y sí, nos vamos poniendo viejos. Y si bien soy cosecha 1970, hay cosas que empiezo a hacer que las asocio más a la conducta de las personas mayores. Quienes saben más por sabios que por viejos. Seguramente a vos te pasa lo mismo y la si hacemos una lista sería muy larga. Pero yo acá hoy me quiero dedicar a la soda. Esa compañera que me sigue desde la infancia. Y por más que haya dejado de lado sus vestidos vidriados y metálicos brillantes, y los haya cambiado por atuendos más plasticoides, la sigo queriendo.
En mi casa, la gaseosa no entraba, era un lujo. Pero sí una vez por semana el sodero dejaba 4 cajones. La gran mayoría se los bajaba mi padre acompañando sus blancos de mesa; Toro Viejo primero y luego Termidor. Pero la soda estaba siempre en lo de algún familiar, y estuvo ahí la primera vez que probé vino. Con el tiempo me fui animando a darle más color a aquel vaso alto apenas rosadito, y aunque la tonalidad aumentaba, nunca dejó de ser transparente.
Casi a mis treinta volví con todo al vino. Pero la soda había sido reemplazada por el agua mineral con gas. No tengo nada contra ella, pero la soda es la soda. Tiene otra personalidad, en la mesa cuando se sirve se hace notar. Y si bien no tendrá todas las propiedades minerales de las sofisticadas aguas, a la soda no hay con que darle.
Muchos me preguntan si está bien echarle soda al vino. Mi respuesta es sensata y simple, como debe ser. Porque cada uno es dueño de elegir. Yo recomiendo primero degustar el vino tal como viene de la bodega. Y si no gusta, buscar variantes. Mientras lo consuman y lo compren, en las bodegas estarán contentos. Hace unos años me tocó participar activamente del Concurso de Vinos de Todos los Días. Y más allá de lo inolvidable de la experiencia, recuerdo haber intentado aprovechar la oportunidad para reivindicar al sifón. Obviamente, la idea no pegó.
Por surte en casa volvió la soda, un poco por elección y un poco por ahorro. Y lo celebro todos los días. En casa no soy de tomar vino siempre, pero trato lo más que puedo. Y al promover siempre el vino con soda, no estoy haciendo apología de su mezcla. A mi me encanta el vino tal como viene. Pero para sacarme la sed necesito algo fresco, que me ayude a limpiar el paladar para seguir disfrutando de mi bebida favorita. Y sin dudas la mejor opción es la soda. Porque desde el primer shhhh hasta el último sifonazo tiene la misma fuerza e intensidad de burbujas. El agua mineral no, ya que pierde mucho ímpetu desde que se la abre. No hace falta buscar aquí la complejidad de sabores ni la armonía de las texturas; para eso está el vino. Yo al menos, necesito ese torbellino limpiador de frescura que sólo la soda me puede dar. Y así disfruto mucho más del vino.
Yo se que no está muy bien visto, pero cada vez que puedo cuando salimos a comer afuera con mi familia, pregunto si tienen soda. Y me encanta, creo que es la mejor compañera que el vino puede tener, siempre.
Voto por la reivindicación del sifón, porque vuelvan los esbeltos y plateados Drago, o los ornamentados de vidrio y hojalata a las mesas. Y no es un capricho, es una necesidad cultural. Un reclamo de esta generación para poder seguir transmitiendo a las venideras la cultura del vino. Porque si a mi hijo le doy de probar vino con agua gasificada, seguro no le va a gustar. Pero si a un poquito de tinto le agrego un buen shhhhh sí. A las pruebas me remito.
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