Por: Fabio Lacolla
Los gatos que viven en los departamentos son animales sigilosos y llenos de independencia. De a poco se van transformando en el radar de la casa. Saben pero no dicen, sólo te guían a través de sus ojos y de su cola. Ángeles se cortó el pelo cuando descubrió que entre los de ella y los del gato podrían fabricar almohadones. Pero también, quiso cortárselo porque necesitaba un cambio de vida y de look.
La gente que está a punto de separarse suele hacerse muchas preguntas, pone en el pensar todo lo que no puede accionar en el hacer. Antes del final siempre hay una trombosis. Vas y volvés sabiendo el final de antemano, aunque siempre con la esperanza que aparezca un desvío milagroso. Son momentos donde la incertidumbre se apodera de la vida cotidiana y te acompaña a todos lados, y uno de los lados de Ángeles era el consultorio.
Dos ambientes en la Avenida Pueyrredón y Paraguay. Segundo piso. La sala de espera está de paso. Es raro que en un consultorio donde atiende un solo analista haya más de dos personas. Pero queda bien tener sala de espera. Un exquisito mal gusto decora el lugar. El rosa viejo es un color que me hace acordar a la chica mala del grado. Ese color vibra de resentido y melancólico. Es una tonalidad que si pudiera hablar, te diría que todo lo que haces está mal.
Ángeles se está separando y cada tanto se ve con su ex para hablar sobre lo mismo. Esos encuentros son de un altísimo costo: se encuentran tipo nueve pe eme, comen algo –la forma de cocinar de ella es también rosa viejo-, se toman un vino, se fuman un cigarrito y se desploman en la cama dándose el permiso del sexo ya que coinciden en que es lo único que lo une. Suele pasar que en las despedidas dilatadas se hace el amor con más pasión confundiendo cuáles serían los pasos a seguir.
Esa noche Ángeles y el susodicho tuvieron una noche inolvidable, no tanto por el gobierno de las pasiones que empezaron en el living y terminaron en la habitación, sino por lo que pasó después. En el fragor de los cuerpos y los vaivenes, en la rotación de las caderas y en los pestañeos prolongados, el método anticonceptivo que solían usar, ese que viene en cajita y se compra en los quioscos, quedó escondido dentro del cuerpo de Ángeles. Luego de esperar un rato y varios intentos fallidos deciden ir a la guardia de un sanatorio. En el camino van discutiendo sobre quién tenía la culpa del lamentable episodio. Ella no para de insultarlo y él le da donde más le duele:
-Bueno, ¿qué querés? Si tenés menos coordinación que una marioneta. Uno hace el amor como baila y vos sos…
-Andate, por favor, ándate. Déjame en paz con mi cuerpo, mi forma de moverme y todo lo demás. Déjame sola. Tu problema es que hablás. Si te callaras la boca…
-¿Sabés qué? Te lo mereces, mereces quedarte sola. ¡Claro! La psicóloga la tiene clara con todo. ¿No ves que das lástima? ¿De qué te sirvieron tantos libritos?
-Basta, ándate por favor.
-Así resolvés las cosas vos, alejando el conflicto. No te das cuenta que esa mierda queda a dentro tuyo.
-Andá, andá. Dejame sola.
El sanatorio queda sobre la avenida Córdoba, la entrada tiene andamios y mucho polvo… están convirtiendo el lugar en un hotel cinco estrellas para enfermos. En la sala, la luz es excesiva y hay mucho silencio, un grupo de seis personas esperan ser atendidos. En la ventanilla de recepción hay un empleado gay vestido de enfermero con una sonrisa que parece el portero del Moulin Rouge, le pide el carnet y le pregunta cuál era el problema. Ángeles, sin que se le moviera un pelo dice: -Tengo un cuerpo extraño en la vagina. Bien- dice el enfermero-.
Las salas de espera son una oportunidad para pensar en cosas feas. Para ella cosas feas era pensar en que tenía pocos pacientes, que debería volver a supervisar porque en el último mes se le fueron tres, que estaba cobrando muy poco en relación a sus amigas colegas. Que el corte de pelo le gustaba aunque debería hacerse unos reflejos. Pero al escucharse la palabra reflejos y, autoanálisis mediante, se dijo que ya no quería ser el espejo de nadie y que mejor se iba a dejar el pelo como estaba. También piensa en que tiene que dejar de verlo definitivamente.
De repente una voz finita dice: Ángeles Martín. Miró a su derecha y vio a un médico joven y cordial que la invitaba a pasar el consultorio. Ella hubiese preferido una mujer aunque a esa altura ya le daba lo mismo.
-Bueno Mami, contame que te pasó.
-Eeeeh! Bueno, resulta que estaba… con mí… con mí…
En ese momento y sin saber porque Ángeles acudió a un incontenible sincericidio. “Estaba haciendo el amor con mi ex pareja, un pollerudo patológico, yo no lo quiero ver pero él insiste, no sé cómo sacármelo de encima. Bueno, nada. Me quedó el preservativo adentro. Te juro que me tiene harta. A mí me dan miedo los médicos, trato de no ir nunca. ¿Qué me vas a hacer? Vengo postergando ir al ginecólogo y mirá dónde estoy. ¿Qué hora es?”.
El médico le dijo que se quede tranquila, que la iba a revisar y que no era nada grave. La camilla ginecológica le daba temblores. El joven galeno le pide que la acompañe detrás de un biombo donde había una camilla articulada de tres cuerpos con respaldar, pierneras regulables cromadas y tapizada en cuerina con triple acolchado. La sofisticación la ponía más nerviosa.
Mientras prende esas lámparas de set de filmación y selecciona una especie de pinza le pide que se saque la pollera beige consorcio junto a la ropa interior y se ponga un delantal verde esmeralda. Cuando ella se pone nerviosa, habla. Le pasaba en el colegio, le pasaba en los finales de la facultad y le estaba pasando en ese preciso momento. “Le tendría que haber dicho que no podía y me quedaba tranquila con mi gato. ¿A vos te gustan las mascotas? Una vez me empujó contra la heladera porque le dije que no tenía pelotas para decirle que no a su hija que era bastante resentida. Un tarado, los hombres se volvieron indecisos, te preguntan mil veces las cosas como pidiéndote permiso. ¿Falta mucho?”
El médico con un poco de sudor en la frente le dijo que ya estaba, que ya pasó. Tomate un ibuprofeno antes de dormir que vas a estar bien. Esto que te pasó es muy común que suceda. Ángeles se vuelve muda pero pensando, triste pero con bronca, cansada pero manija.
“Te derivé un paciente”; un mensaje de texto suena a las ocho de la mañana de parte de su amiga Merce. Se despierta abatida, como si hubiese tenido que gritar un gol detrás del arco de Boca sin para avalanchas. Ángeles no toma mate, no le gusta el té, la leche le produce arcadas y las gaseosas le hinchan la panza. ¿Qué toma? Agua. Después de “desayunar” le cambia las piedritas al gato y chequea su agenda: Almuerzo con su hermana, cri cri cri y después de 17 a 20 consultorio. Últimamente le pasa que no tiene buena onda con los pacientes nuevos. Dice que son redundantes, que siempre vienen con lo mismo. Le revienta que sea gente que se quiera separar y no pueda. Dice que las mujeres tienen más problema con eso, que un hombre puede convivir perfectamente con dos mujeres al mismo tiempo hasta que la bomba explote por alguno de los laterales. Ella detesta a las mujeres dependientes y miedosas… le hacen acordar a la madre y a la hermana.
(Suena un ringtone) Hola si, ah sí, me avisó. ¿Cómo venís para el jueves a las 16:15? Perfecto, anotá la dirección. Hacía como tres meses que no tenía un paciente nuevo y le pareció una buena oportunidad para ir a comprar esos aerosoles automáticos que tiene aromas como pasto recién cortado, té verde, amanecer campestre, etc. Está por llamar a Merce para preguntarle de qué se trata la derivación pero prefiere no hacerlo, elige sorprenderse con el nuevo caso.
“¿Cómo te fue en el médico?”. Mensaje de texto de su ex que no se animaba a llamarla. Ella le contesta por el mismo medio: “Desaparecé”.
El jueves tipo tres se va caminando para el consultorio. Ángeles es una de esas analistas que necesitan vivir cerca de donde trabajan y viceversa. Dice que tener su casa cerca le da más seguridad. Compra en el camino dos pilas grandes para el aromatizador y allí va, parte del aire. Los ascensores le dan miedo por eso sube los dos pisos por las escaleras, algunas gotas de transpiración son absorbidas por el pañuelo de papel tissue extra suave. Estira la manta del diván que había quedado un poco arrugada del último paciente del martes a la noche. Suena el timbre.
-¿Licenciada Martín? – Dice una voz suave por el tubo del portero eléctrico.
-Si.
-Soy Alejandro.
-¿Está el portero?
-Sí, ya me abre.
A los pocos segundos suena el timbre de arriba y una sorpresa inesperada se deposita en la cara de la psicóloga. Hubo un milimétrico segundo de duda, un desesperado pedido al destino para que eso no sea cierto, pero no. Era él, el médico amable que unos días antes había sido el hombreador de su catarsis mientras buscaba con unas pinzas un cuerpo extraño extraviado dentro de ese maravilloso misterio llamado mujer.
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