Tengo dos amigos que llevan sus vidas por carriles absolutamente diferentes. Uno se la pasa cuidándose, al otro le importa poco o nada todo. Uno es de esos que está todo el día tomando agua como si necesitase purificar su cuerpo continuamente. Además, procura comer toda clase de frutas y verduras y va todos los días al gimnasio o a correr. Todo sano, todo legal. Está claro que le tiene pánico a la muerte, al paso irremediable del tiempo, a volverse viejo. El gordo, no. El gordo sale todas las noches y va al laburo sin dormir. Come mal, siempre comida industrial. Tuvo toda su vida trabajos duros, con esfuerzo físico, peligrosos y con jornadas de más de doce horas. No hace nada de deportes, solo invierte su energía en levantarse minas. Nada más.
Justicia divina
Cuando junto a mis amigos nos ponemos a tratar de entender por qué razón estamos solos en este mundo, muchos caen en una especie de delirio místico con el cual logran calmar su ansiedad existencial. Yo lo llamo la “justicia divina”. Es algo así como que cuando se dan por vencidos de encontrarle una explicación racional a algo que no tiene explicaciones racionales como es que una mina se enganche o no con uno, dicen frases como “Yo sé que la mujer de mi vida ya nació, sólo tengo que esperar que aparezca”. Y yo, al instante pienso: “¿Qué? ¿De dónde sacaste esa mentira?”.
Sexo apolítico
Un día estaba hablando con la novia de un amigo sobre una mina que me quería presentar. Yo le hice todas las preguntas de rigor que le interesan a un hombre (“¿Esta buena?”) y ella me dio un breve pantallazo sobre su vida y me pareció copado conocerla. A ver, no es que yo sea muy exigente (no puedo serlo, en realidad). Lo que pasa es que uno tiene algo de amor propio y viene medio herido. No es que busco a la madre de mis hijos (sí, la busco) pero la verdad que no me quiero comer cualquier bagarto (sí, quiero).