Por: Martín París
Tengo dos amigos que llevan sus vidas por carriles absolutamente diferentes. Uno se la pasa cuidándose, al otro le importa poco o nada todo. Uno es de esos que está todo el día tomando agua como si necesitase purificar su cuerpo continuamente. Además, procura comer toda clase de frutas y verduras y va todos los días al gimnasio o a correr. Todo sano, todo legal. Está claro que le tiene pánico a la muerte, al paso irremediable del tiempo, a volverse viejo. El gordo, no. El gordo sale todas las noches y va al laburo sin dormir. Come mal, siempre comida industrial. Tuvo toda su vida trabajos duros, con esfuerzo físico, peligrosos y con jornadas de más de doce horas. No hace nada de deportes, solo invierte su energía en levantarse minas. Nada más.
La verdad es que el sano está bastante bien y el gordo parece que se va a morir en cualquier momento. Pero la posta es que yo, en medio de estos dos extremos siempre trato de encontrar un punto de equilibrio que me dé lo mejor de cada uno. Yo trato de comer sano, pero una vez por semana, obligatoriamente, como bosta. Tomo gaseosa con kilos de azúcar, me lastro una hamburguesa tapona arterias o le entro a una provoleta con achuras sin asco. La vivo. Después voy al gim tres veces por semana, salgo a correr o juego al fútbol. Pero el sábado salgo. Voy a bailar porque me gusta y me emborracho alegremente, fumo un poco, no me privo de nada. Pero lo que noté con cierta incomodidad es que esta figura que intento moldear diariamente parece no estar sirviéndome para nada con las mujeres.
El otro día escuché a la novia de un amigo contar cuál era la imagen que lo había enamorado de él. El tipo estaba jugando al ping pong con el hermano y chivaba como loco. Tenía toda la espalda chorreándole sudor y olía horrible porque es de esos tipos con pelo hasta en los codos. Entonces, cuando terminó de jugar, tiró la paleta agotado y se puso las manos en la cintura (tipo “brazos en jarra” de futbolista divorciado que vuelve a las canchas en un solteros contra casados), caminó hasta la pelopincho y metió las patas. Una imagen patética para cualquiera, pero lo cierto es que fue en ese momento, en que mi amigo con forma de ocho sostenía su buzarda de birra, que su chica vislumbró a su futuro novio. Me dijo que, al ver esa imagen, ella “se había dado cuenta”. ¿Te diste cuenta de qué? ¿Qué fue lo que te erotizó de esa escena? ¿Que te viste a los cincuenta años compartiendo una grande de anchoas con él mientras ven el programa del hijo de Tinelli? ¿A quién viste? ¿A tu futuro ex marido?
Yo me quedé helado cuando me lo contó y me pregunté… ¿para qué me la paso haciendo trapecios en el gimnasio? ¿Quién mira mis trapecios? ¿Acaso soy yo o las minas están todas locas? Se la pasan hablando de tipos que “se parten solos” y después se enamoran de uno que no llega a verse las rodillas cuando está frente al mingitorio. Bien por mi amigo entonces, que se ahorró un montón de cuotas del gimnasio y que lastra todo lo que se le cruza por su camino sin pensar en las consecuencias.
Entonces, cuando los vi juntos, cuando vi que ella lo miraba enamorada sin importarle ninguna de aquellas cosas que nosotros usamos para gastarlo, llegué a una conclusión bastante tranquilizadora: cuando a una mina le gusta un tipo no hay con qué darle. Nada te garantiza el éxito. Pero cuando la intención es genuina no hay rollito, lunar o pelada que entorpezcan la concreción del deseo. Igual, no está de más cuidarse un poco para recuperar, en el futuro, todos aquellos años que perdimos en el gimnasio. Además, no sabés los trapecios divinos que estoy sacando.
Salú la barra…