Por: Martín París
Un día estaba en una de esas fiestas familiares donde te encontrás con parientes que no conocías, descubrís un tío uruguayo y rearmás tu árbol genealógico para tratar de adivinar qué minúsculo lazo te une con esa prima lejana que habías conocido como una niña, y que ahora se transformó en un terrible camión con acoplado. Resulta que en un momento yo estaba en la punta del salón tratando de descartar un pedazo molesto de pepino que me había venido sobre un exquisito canapé de pastrón, y justo apareció un señor mayor que me miraba sonriente. Yo le devolví una nerviosa barrera de labios apretados (no sé sonreír con los dientes, es la secuela inconsciente que me dejaron doce años de ortodoncia) y, mientras hice que saludaba a uno de los viejos que ya se iban (aunque en realidad usé el gesto como una maniobra distractiva para esconder la molesta rodaja verde dentro de una servilleta), el señor se me paró al lado y, a pesar de que en principio pensé que me iba a reprochar mi asqueroso descarte, me convidó una copa con un jugo aguado que no era otra cosa que el prólogo de una nueva aventura amorosa que me ligué sin comerlo (el pepino) ni beberlo (el jugo).
El señor de abultada barriga y frondoso bigote delator (tenía restos de cada cosa que había degustado durante todo lo que duró la reunión de nuestro excéntrico linaje) se presentó diciéndome que era el tío del sobrino de un primo de la abuela de mi vieja. No, me confundí. En realidad, se trataba del primo del yerno del marido de un cuñado del padre de mi viejo. No, no. Me parece que era el padrino del cuñado de un nieto del hermano de… bueno, estaba ahí lastrando como si fuera el último día de existencia antes de la llegada del asteroide… del primo de mi vieja.
Lo cierto es que pronto nos encontramos sacándole el cuero a todos los presentes, adivinando en qué otras tertulias nos habíamos cruzado antes y sintiendo una falsa lástima por no juntarnos más seguido. Fue entonces cuando el panzón me miró, volvió a estirar su bigote en forma de sonrisa y, casi con algo de pudor, me dijo: “¿Te puedo hacer una pregunta sin que te ofendas?”. La disculpa previa me llamó la atención. ¿Por qué habría de ofenderme? ¿Qué me iba a preguntar? ¿Quedaban todavía canapés de pastrón y pepino? Le contesté que no había problemas, que me preguntara lo que quisiera, total, éramos familia… creo. Y ahí fue cuando para mi absoluta sorpresa el portador de mostachol me preguntó: “¿Puedo presentarte a mi hija?”.
Resulta que la chica en cuestión tenía mi edad y estaba soltera hacia bastante tiempo. Bigote me aseguró que era muy linda e inteligente, que no había asistido al encuentro porque estaba estudiando para dar su último final antes de recibirse. Me dijo que todos los pibes que habían salido con ella la habían defraudado y que yo parecía ser el hombre indicado. Yo le pregunté de dónde sacaba semejante idea y él boca-con-toldo me contestó que había visto lo natural que me movía en ese ambiente, lo interesante que eran mis acotaciones y, sobre todo, que era más chico que él de contextura física, lo cual le aseguraba una autoridad frente a mí que difícilmente pusiera en discusión. Me pareció justo, nos dimos la mano y, tratando de que no note que el apretón me había hecho lagrimear un ojo, le dije que me iba a encargar de ponerme en contacto con su hija.
Al día siguiente la encontré en Facebook, le mandé la solicitud y esperé. Ella al toque me mandó un mensaje privado preguntándome si nos conocíamos. Yo le dije que no personalmente, pero que la había visto unas fotos familiares viejas y que me había llamado la atención nunca antes habernos cruzado (jamás le comenté lo del padre, soy un caballero, aprovechador, pero caballero al fin). A ella le cayó simpático mi argumento y empezamos a hablar durante algunas horas. La verdad que todo iba muy bien y entonces, luego de algunos recordatorios forzados, ella (sí, ella) me invitó a salir.
Me pareció sincero aceptar su propuesta. O sea, la mina la tenía clara. Quería conocer a un chico que sea de su agrado y no tenía reparo en tomar las riendas del asunto. Me perfumé con mi mejor colonia y salí para la locación acordada. Mientras viajaba pensaba en las tantas ocasiones en las que, de chicos, fantaseamos con alguna prima. Como que es bastante común que uno vea en ellas cierta curiosidad que a veces lleva a un piquito a escondidas, a una jugadita de doctor exploratoria, a una mirada impertinente. Las historias entre primos eran casi un secreto a voces que pujaba por salir cada vez que en los cumpleaños se jugaba a las escondidas mientras los adultos reían. Eso me animó. Pensé que, salvo algún detalle genético que pudiera ocasionar alguna mutación tipo X-Men, era válido encararse a una prima. Pero cuando me bajé del bondi, algo inesperado sucedió: allí estaba mi pariente lejano, pero no el que yo esperaba, sino el señor de bigote.
“Perdón, pero a mi hija no le gusta que me meta en su vida”, me dijo casi avergonzado. “Se re calentó, ¿no?”, le pregunté. “Sí, vio las fotos de la reunión del otro día y nos descubrió hablando en el fondo”, confesó triste. “Y bueno… es una lástima… tío”, le dije yo pateando una piedrita del piso. “No sabés el carácter que tiene tu prima. Apenas se enteró de todo esto, me mandó a freír churros y a comprar pepinos para unos canapés que vamos a preparar para su graduación. Si querés, te mando unos cuantos en un tupper por la molestia. ¿Te gusta el pepino?”, me preguntó.
Mejor, la próxima vez que me pregunten si quiero salir con algún pariente lejano respondo NS/NC.