20 años sin el fundador de Santa María

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El 30 de mayo, hace 20 años, a Juan Carlos Onetti se le ocurrió morir. Lo había decidido antes, pero parecía que la muerte le había extendido el plazo, le había dado una prórroga para degustar la vejez, para ser un espectador privilegiado de su decadencia. Como hombre, no como escritor porque, aunque agregara algunos libros, su obra ya estaba hecha. En términos concretos: en 1982, Juan Carlos Onetti se había retirado de la vida pública y vivía encerrado en su casa de Madrid, tirado en la cama, dicen, escribiendo, leyendo y bebiendo whisky hasta que murió, el 30 de mayo de 1994.Entre sus méritos, se destaca ser considerado el padre de la novela moderna, haber recibido el Premio Cervantes en 1980 y contar hasta el presente con el respeto y la consideración de sus colegas. Juan Carlos Onetti nació en Montevideo, Uruguay, el 1 de julio de 1909 y tras una intensa actividad periodística y como escritor, en su país y en Argentina, se marchó, en 1976, a España. La razón: la dictadura cívico militar lo había detenido y encarcelado, a principios de 1974, por ser parte del jurado que había premiado el cuento “El guardaespaldas”, de Nelson Marra, considerado por los censores como un relato pornográfico y peligroso. Al poco tiempo, lo liberaron, pero vivía con miedo y no quería quedarse.

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Como escritor, a Onetti se le daba con la misma efectividad el cuento y la novela. Hay libros de él que pueden gustar más y otros menos pero su escritura, su estilo, es como las huellas dactilares, aunque haya sido miel para imitadores y epígonos. Su prosa envuelve, atrapa, y creo que admirarlo no demanda otro esfuerzo que el de decidirse a leerlo. El orden de mis preferencias es indistinto y puede variar de uno a otro momento: El astillero, Los adioses, La vida breve, Juntacadáveres. Cualquiera de esas cuatro novelas es una excelente puerta de entrada al universo de Onetti. Sí, y también La muerte y la niña, una nouvelle donde se juega la culpa por un crimen que tal vez no ha sucedido.

También nos legó a Santa María, otra de las ciudades ineludibles que integra el mapa del mundo literario. Y a Larsen, al Doctor Díaz Grey, a Jorge Malabia y a otros personajes que, en la desesperación y la desgracia, conservan una profunda humanidad, quizá hasta ternura, que los vuelve indelebles, únicos, inmortales. Puede que no signifique una garantía de calidad, pero sobre él y su obra escribieron tanto críticos como escritores: desde Mario Vargas Llosa y Mario Benedetti hasta Rodríguez Monegal, Alonso Cueto, Hugo Verani y Ángel Rama. Además, muchos escritores lo incluyen en el panteón de los maestros, junto a Borges, Faulkner o Arlt. De todo esto puede deducirse el sitio que ocupó y ocupa en la literatura, y eso que no fue amigo de muchos de sus contemporáneos, ni se dedicó a hacer lobby, ni fue su militancia política el camino de la consagración.

Ilustración de Luis Pérez Ortiz

Ilustración de Luis Pérez Ortiz

Comparto dos frases de Onetti. La primera no requiere explicación: “El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso, como verdadero y supremo bien”. Y, la segunda, fue la respuesta que dio cuando, con la democracia recuperada en su país natal, le preguntaron por qué no regresaba a Uruguay. “No quiero volver a Montevideo porque no quiero ver cómo envejecieron las mujeres que amé”. Eso dicen que dijo. Un buen motivo si los hay.

Como todos los elogios, que cansan si son extensos y huelen a obsecuencia inútil, abrevio para no caer en este pecado. Elijo un cuento, Bienvenido Bob, y vuelvo a leerlo. Es la historia de un triángulo: una novia joven, Inés, el novio – narrador que “es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios” y el hermano de la novia, Bob, que seguro de su juventud, expulsa y desprecia al narrador deshecho. Un salto de párrafo, un renglón vacío marca un abismo de 10 años entre el pasado aquel y un ahora en que el narrador retoma su relato. Bob se ha transformado en un adulto y empieza a frecuentar el mismo bar de hombres derrotados en el que está el narrador. Ya no es Bob, se llama Roberto y anda “… lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso de los días de Bob”. El narrador no precisa vengarse, tomarse una revancha porque el tiempo hizo su trabajo y ahora los dos comparten el mundo de los hombres deshechos.