138. Decidir el casamiento

#AmoresTóxicos

Para R.H.C. en el día de su boda.

 

Cuando una rodaja de pan se va quemando sobre la tostadora es porque estás llegando tarde a algún lado. Ese el problema de Amalia cuando hace tres cosas a la vez. Ella vive en un tres ambientes de la calle Granaderos, es viuda hace cinco años y trabaja en un Registro Civil, creo que ahora los llaman Centro de Gestión y Participación. Todas las mañanas se levanta a la misma hora, prepara un tecito y se hace dos tostadas. En los últimos años se le queman más seguido, el cuerpo no responde como su cabeza quisiera. Está muy cerca de la jubilación y eso la deprime un poco.

Ya no tiene tanto trabajo como antes: es la encargada de dar los turnos para los matrimonios y decirle a los novios qué trámites tienen que hacer para poder casarse. Que el pre nupcial, que los testigos, que las fotocopias. En su escritorio tiene una bandeja que apila formularios, una birome negra, un termo y unos de esos cosos de plástico donde se pone la yerba y el azúcar. A cinco escritorios están los de los nacimientos, que la miran como diciendo vos sí que te la pasás bien. Del otro lado del salón están los de las infracciones de tránsito. Dos escenarios distintos que habitan el mismo piso de esa oficina pública.

-Hola, buen día. Así como me ve, vengo a pedir un turno para casarme-. Dice un señor de cuarenta y pico como esperando un gesto gentil de su parte y con cara de boludo alegre.

-Tiene que venir un mes antes de la fecha que se va a casar. ¿Para cuándo lo quiere?- dice la señora con cara de que acá se hace lo que yo digo.

-Para el catorce de julio. Igual por lo que veo están todos los turnos libres.

-Es verdad, la gente ya no se casa como antes. Pero algunos insisten en hacerlo. Me imagino que no es su primera vez- dice altanera como abrazada al prejuicio de que un cuarentón (casi cincuentón) seguramente habrá firmado al menos una vez.

-No, ¿sabe qué? Va a ser la primera vez que me caso- dice el hombre como quien se enorgullece de un invicto.

-En mi época no era tan así- dice la señora con seguridad- ahora es muy común que la gente mayor se case con gente mucho menor.

-Pero yo voy a casarme con una persona de mi edad- dice asombrado.

-Disculpe que le pregunte, pero ¿cuánto hace que están de novios?

-Veinte años nada más- dice el hombre victorioso sin lograr que la señora Amalia mueva un solo músculo facial.

-Mire, no debería decírselo, pero, si así viene funcionando, para qué innovar ¿no?

-Si tiene un ratito y me ceba un mate se lo explico- dice inflando el pecho entre orgulloso y “mirá como te la pongo”.

-Yo a las dos me voy y dado que no hay nadie más para solicitar turno, lo escucho. Algún día voy a escribir un libro con las cosas que me cuentan- dice cambiando la yerba.

-Con el correr de los años fui aprendiendo que hay dos tipos de vínculos amorosos: los nafteros y los airosos. Hay asadores que prefieren que el fuego se prenda rápido, temen que alguna inclemencia del tiempo les impida prenderlo y recurren al método del bidón. Le tiran un chorro de combustible y en cuestión de segundos tienen los problemas resueltos: el del fuego y el de la ansiedad. Los airosos son los que viven el acto de prender el fuego como un ritual, son los que tienen paciencia y no le temen al viento inoportuno. Van soplando suavemente al fuego como si le hicieran el amor y, mientras soplan, no piensan en la carne, piensan en el fuego.

-¿Y qué tiene que ver eso con la decisión de casarse después de veinte años?- dice como poniendo un palo en la rueda de la bicicleta de hombre metafórico.

-Usted porque no la conoce. El catorce cuando venga se la voy a presentar. Es la mujer más linda del mundo, o sea de mí mundo. Lo mío con ella es una relación airosa. Empezó con la tibieza de dos personas que descreen un poco del amor romántico pero que aun así deciden cohabitar la vida cotidiana. Y le voy a decir algo, nunca dudé de que ella, iba a ser la mujer de mi vida, de lo que dudaba era de mi amor neurótico. Yo vi a mucha gente lamentarse por haber perdido a una gran persona porque llegó en un momento inadecuado. Le confieso que al principio me costaba decirle que la quería, no porque no lo sintiera pero me daba un poco de vergüenza. Yo sentí en el cuerpo y en el corazón que ella iba a ser la mujer de mi vida, lo que no sabía era cómo.

libretaLos primeros años pensaba que cuando quisiera podía pegarme el palo, eso me daba libertad. Saber que no dependía de ella, me hacía libre. Decía: si me aburro me voy. Pero ¿sabe qué? En estos veinte años, nunca, pero nunca me aburrí de estar con ella. Yo no creía que uno podía enamorarse del sentido del humor, que se enamoraba del cuerpo o de la inteligencia, pero me di cuenta que el sentido del humor la hizo más bella de lo que es y más inteligente de lo que se le nota. Sin embargo es una persona seria y profunda que sabe amar con la distancia necesaria para que yo me sienta libre. Y eso no abunda. Hoy, superada la vergüenza, puedo decir que no imagino mi vida sin estar a su lado.

Mire, yo soy una persona que se aburre rápido de las cosas, tengo el síndrome del primer hijo y del primer nieto y soy bastante desprendido de todo lo que tiene que ver con lo afectivo. La vida me fue llevando a aceptar que las cosas desaparecen de un día para el otro… pero de ella no me canso. ¿Usted es casada? – pregunta, para apaciguar la emoción que le causa pensar en la persona que ama delante de un tercero.

-Soy viuda hace cinco años y estuve casada cuarenta y cinco años- le dice mirando la bombilla.

-Bueno, entonces va a saber entenderme. Para mi amanecer con ella es un regalo de la vida. Lo primero que veo cuando me levanto es una sonrisa, yo no sé cómo hace, pero siempre se levanta sonriendo. Curiosamente tenemos, en apariencia, pocas cosas en común. Ella es diurna y yo nocturno, le gustan las películas de amor lacrimógenas, y yo voy a la cancha seguido, pero en estos años me di cuenta que, en lo más esencial de la vida, somos -como dice ella- un solo puño.

-¡Me va a decir que nunca tuvieron ninguna crisis!- se lo dice entrecerrando los ojos a modo de chicana.

-Por supuesto que sí. Tuvimos crisis individuales que repercutieron en la pareja, crisis de terceros que nos hicieron tambalear más de una vez. Crisis habituales que tienen los taurinos con las virginianas que giran entre la innovación y las conservas. Ella, para tomar una decisión, necesita diez veces más de tiempo que yo. Si le pregunta a ella, yo soy un atolondrado.

-¿Y no tienen miedo de arrepentirse de la decisión de casarse? Se dé muchos casos que una vez que firman, se pudre todo.

-La verdad que no. Porque yo me caso por todos estos años de felicidad, por este gran amor que siento por ella y que año tras año va creciendo cada vez más, no me caso por el futuro, me caso por el pasado y por este presente maravilloso. Sería muy omnipotente pensar que me caso por el futuro. Qué se yo. En la luna de miel nos puede comer un tiburón. Me quiero casar para celebrar la familia que formamos, el amor por los hijos, los proyectos en común y las ocurrencias individuales que siempre tienen el apoyo del otro. Nuestra relación empezó con un “ma se” y, con el tiempo, se fue convirtiendo en un “¿más? Sí”.

-Bueno, está bien. Me convenció. Lo anoto para el catorce, entonces- Amalia se empalaga con mucha facilidad.

-Gracias señora, pero antes de irme quiero decirle algo: yo creo que frente a usted se deben sentar muchas clases de personas. Y ya debe saber de memoria los que arrastran una tristeza o una resignación; a esos también pregúnteles si están seguros y, si los ve titubear, dígale que vuelvan en quince días, que no hay turnos, regálele un poco de tiempo. Yo le agradezco al tiempo porque fue el que acomodó todo para que hoy me siente frente a usted y le diga que posiblemente el catorce sea uno de los días más felices de mi vida.

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