Por: Alejo Schapire
Creo que a los dieciocho años terminé de leer a Henry Miller y me quedé huérfano. Al menos de la persona que fui mientras leía exaltado la trilogía de la Crucifixión Rosada, los Trópicos, Opus Pistorum y otras obras periféricas de ese viaje que lo llevaba de la miseria espiritual y material neoyorquina de la Gran Depresión al vitalismo mediterráneo de las islas griegas, pasando por la bohemia parisina.
El Coloso de Marusi había sido el zénit de ese intento de despojarse de toda la lacra vulgar ligada a la pesadilla climatizada puritana- el reverso del Sueño Americano-, para entrar a una Europa dionisíaca “que sabía tratar a los artistas”, el paraíso para norteamericanos alienados por una sociedad que valoraba ante todo lo práctico, lo útil, mientras desconfiaba y relegaba todo lo que amenazaba este esquema. Yo leía esto bajo el menemismo y, de alguna manera, Miller aparecía como un faro en toda esa fiesta noventista que, si bien tenía rasgos amorales, hacía de la ostentación materialista el horizonte supremo.
Decía que me quedé huérfano; por un lado porque sus libros centrales se habían acabado –en los años siguientes, en bibliotecas, francesas encontré obras menores, entrevistas muy sesudas (Miller las daba a cambio de que el periodista accediese a jugar al pingpong durante la nota), pero en realidad la lectura se agotó porque el periplo de Miller se había acabo en Grecia -el detalle de que este viaje hacia el Sol coincidiese con la llegada de los nazis y lo que tenían de nietzscheano es interesante, pero no es el punto-.
La cuestión es que Miller escribía para dejar de escribir. Decía que Mozart era necesario porque naturalmente no había Mozart en el aire. Para Miller la escritura era un aprender a vivir -saber ver a Mozart- hasta poder prescindir de la escritura. Intoxicado por Miller, yo quería más, pero no había, entonces había que buscar un Miller de substitución. Ahí apareció Bukowski, de quien recelaba, era bajar un peldaño, pasar de una orquesta anarquista a una guitarra de una sola cuerda.
También despotricaba contra el american nightmare, pero la diferencia es que en vez querer alzarse por encima de ese mundo que vomitaba a través del arte y el viaje- como Miller-, prefería encerrarse en un bar infecto y hablar de borracheras y borrachas, de resacas y sexo casi siempre blando.
Por supuesto, su postura antiintelectual era eso, una pose de tipo duro que prefería hablar de carreras de caballo y putas para “épater les bourgeois”, sus lectores. Esto queda muy claro cuando, ya en la cima de su carrera fue invitado al programa “Apostrophes” de Bernard Pivot, en París. Charles Bukowski está en territorio amigo, es idolatrado y el presentador se lo toma muy en serio, como un “verdadero artista”. Es consciente de esto, dice que cualquier escritor estadounidense daría todo por estar sentado ahí. Pero no sabe comportarse de otra forma, así que se baja una botella de vino blanco detrás de otra mientras intenta manosear a otra escritora presente en el estudio.
Con Bukowski, como con Miller, hubo una adicción adolescente, porque detrás del “beautiful loser” había también una vitalidad que apartaba a manotazos, desde la calle, la fealdad de la vida cotidiana y un estilo inmediatamente reconocible que jugaba a ser el grado cero de la pretensión literaria. Pero un buen día también se acabaron y sus libros y no quedaba nada por exprimir. Pero sobre todo tampoco seguía esperando a esa altura lo mismo de la literatura. El padre Miller y al padre Chinasky habían sido asimilados y enterrados y, como muchos, envejecí y pasé a otra cosa. Pero un día, como quien quiere volver a probar un poco de esa droga o llama a deshoras a una ex, el síndrome de abstinencia se hacía sentir. Y lo natural fue ira hacia el padre espiritual de Bukowski, John Fante. Como creo que a esta altura ya nadie está leyendo, concluyo. Sin Fante no hay Bukowski. Si lo leyeron, ya saben de qué se trata, si no vayan a cualquier librería/biblioteca y busquen “Ask the Dust”.