Por: Mariana Skiadaressis
En mi adolescencia fui punk. Chupines negros homemade con costura tipo matambre, borceguíes caña alta por fuera del pantalón, remera de Misfits, Exploited o Ramones. No importaba que hicieran cuarenta y dos grados de sensación térmica, siempre me vestía igual. También me hacía dos trencitas para mostrar con orgullo mi nuca rapada en los video juegos donde parábamos con mis amigos. Todas boludeces estéticas, sí.
En cuanto al pensamiento filosófico del punkismo, yo me creía bastante radical, teniendo en cuenta que era una adolescente de clase media hija de padres profesionales. Les gritaba -a ellos que me mantenían, educaban y soportaban- “nunca quiero ser como ustedes“, lo cual quería decir que no deseaba formar parte de este puto sistema como ellos lo hacían. No era capaz de imaginarme un sistema alternativo y allí residía el corazón de mi propio no future.
Intenté hacer un fanzine con mi amiga inseparable de aquella época para denunciar la pobreza y la marginalidad en el mundo, porque nos indignaba que nadie hiciera nada. Las intenciones eran buenas pero nunca terminamos de escribir las notas porque nos embarcamos en una empresa mejor: un taller de cerámica para enfermos mentales dentro de un neuropsiquiátrico público. Todos los sábados durante dos años, intentamos ponerle curitas al perverso sistema hospitalario, que claro, no sirvieron para nada.
Con el tiempo me fui aburguesando, comencé a trabajar, empecé la universidad, y ya no tuve tiempo de ser rebelde ni de ocuparme de las miserias sociales. Comprendí que mis padres son admirables y que ojalá yo tenga la mitad de la energía y la inteligencia que ellos tienen para vivir su vida. El no future desapareció definitiamente al tener a bebé. Quisiera enseñarle que no hace falta hacer las cosas exactamente como todos esperan y que las fisuras en “este puto sistema“ están dadas para vivir como uno quiere sin joder a nadie.