Por: Fernando Taveira
Garrincha, aquel inculto que jugaba como los poetas escriben, sólo podía ser comprendido por un colega; esto es otro poeta. Por eso fue Vinicius de Moraes quien tradujo mejor que nadie aquellas piernas arqueadas. La obra que estos genios proyectan tiene un fin que las motiva, pero es normal que la comiencen sin conocer los medios. Se meten en medio de tres defensores carnívoros y sólo en ese momento empiezan a averiguar dónde está la salida. Confían en que la habilidad y la fantasía se encargarán de sacarlos de los problemas que acaban de asumir. Saben muy bien que algo impensado puede provocar un cambio brusco de planes, pero confían…
El gol de Maradona puede servirle de testigo a esta idea. Cuando Argentina enfrentó a Inglaterra en el Campeonato del Mundo de 1986, Maradona hizo un milagro con los pies (en el mismo partido hay otro milagro registrado para la posteridad con el nombre comercial de “La mano de Dios”), que dio lugar al segundo gol de Argentina. Diego recibió un balón incómodo en el medio del campo acosado por dos rivales a los que eliminó con gracia y elegancia; un giro seco con doble virtud: desairar a los dos ingleses y situarse de frente al arco contrario, ya que había recibido de espaldas.
Desde el medio del campo arrancó perseguido por uno de esos enemigos y fue solventando, en el apasionante camino, muchos problemas a estrenar. Cambió de velocidad, de dirección y de idea varias veces durante aquellos diez segundos y cuando quiso acordarse se encontró con el arquero, el arco y la gloria delante: gol.
Para muchos, el gol que elegirían como el mejor entre los inolvidables de la historia de los Mundiales. ¿Cuántas cosas pasaron por la cabeza de Maradona en esos diez segundos? Yo sé de dos que magnifican la acción y nos dejan referencias sobre el vertiginoso proceso creativo de un genio del fútbol en acción.
En la ducha, disfrutando del flamante recuerdo de esa jugada inconcebible, Diego dijo algo que me mató del todo:
-Quería pasarte la pelota a vos, pero no encontré el hueco-. Bang.
-¿O sea que también me viste a mí?-, pregunté incrédulo.
-Sí, vos venías acompañando a la altura del segundo palo, pero no pude dártela-. Bang, bang. Maradooooo…
Maradona no opinaba con ventaja, porque el partido acababa de terminar y no había tenido tiempo de repasar su milagro en video. Sencillamente, me había identificado en medio del lío inexplicable en el que estuvo metido. Aceptando que tenía ojos esparcidos por todo el cuerpo, puedo entender con dificultad que haya visto una sombra de color argentino, pero él iba más lejos: sabía que era yo y no otro.
Descartemos sugerencias que propone esta confesión: no se trata de creer, vanidoso, que yo tuve alguna importancia porque en ese momento pasaba por allí; tampoco de darle vueltas a esta colosal paradoja: una de las mejores jugadas de la historia del fútbol es producto de un malentendido. Ni siquiera de averiguar con qué parte del cuerpo me vio (vi la jugada mil veces y los ojos quedan descartados).
Lo que resulta fascinante es conocer el manejo de una imagen concreta y fugaz que cruzó su mente como un meteorito y que desechó porque un imprevisto le cegó la intención. Búsqueda, selección, cambios, información comprimida en un flash de lucidez en medio de una carrera increíble. El balón, mientras tanto, obedecía a los caprichos de un pie prodigioso sobre el que podemos hacer dos consideraciones rápidas: está lejos del cerebro y tiene justa fama de indócil.
Tengo otro meteorito que pasó por la mente de Maradona en esa misma jugada, otro recuerdo mojado (todavía estábamos en la ducha):
-Cuando encontré al arquero pensé en tirar al segundo palo, pero me acordé del partido de Wembley…
Seis años antes (¡Seis años!), Argentina había jugado un amistoso frente a Inglaterra y Maradona realizó una jugada parecida a ésta que resolvió con un toque suave al palo más lejano del arquero, pero la pelota salió levemente desviada. El público aplaudió de asombro durante un buen rato, pero a Diego no le alcanzó y aprendió la lección… la recordó en aquel momento cumbre: valoró, comparó y corrigió con ese poder de síntesis con el que los astros del fútbol hacen sus cosas. En lugar de tirar, gambeteó también al arquero, y ya sin impedimentos, marcó ese gol que fue una antología de mentiras bien contadas y de planes perfectamente frustrados en donde la inteligencia supo ser libre.
Por Jorge Valdano.