Por: Claudia Peiró
Agua de la canilla, ruido ambiente, cena con extraños, mozos malhumorados versus simpáticos, mascotas sí, niños no, frentes discretos para interiores de lujo… son algunas de las curiosidades que surgen al comparar el “comer afuera” en París y en Buenos Aires…
No es mi intención hacer aquí una crítica culinaria, tampoco recomendar lugares. Sólo quiero comentar algunos parecidos y diferencias entre los restaurantes de aquí y allá.
París y Buenos Aires son dos ciudades en las cuales se come muy bien, tanto en restaurantes de lujo como en las brasseries, bodegones, confiterías, bares o cafés. En efecto, aunque la cocina sea diferente, la calidad es algo que tienen en común los restaurantes franceses y argentinos.
Pero, como dije, no voy a hacer una crítica gastronómica sino más bien referirme a las características extra culinarias del clásico “comer afuera”.
Hace un tiempo, el diario Le Figaro publicó una reseña sobre las cantinas argentinas en París. La mirada de los otros suele revelarnos cosas de nosotros mismos que, de tan naturales, ya no nos llaman la atención.
El artículo mencionaba una decena de restaurantes argentinos de la capital francesa. Elogiaba la calidad de la carne a la vez que criticaba el ruido ambiente: Qué pena! Dios mio! (sic) que c’est bruyant! (¡Qué ruidoso es!).
En un caso destacaba como positivo el servicio de delivery, algo que en París todavía es una rareza: Muy bien (sic) la vente à emporter pour flemmards qui veulent pantoufler… (El delivery para perezosos que quieren holgazanear en pantuflas…)”.
También había una queja por la omnipresencia del dulce de leche en los postres y un elogio a los helados. Merecido, ya que los helados argentinos son insuperables.
La nota del Figaro ponía así el acento en algunas diferencias que hay en el ambiente y servicio entre los restaurantes de aquí y de allá. Hay otras.
En París, casi todo el lujo y el glamour se reservan al “adentro” y, salvo en el caso de las brasseries con lo que llaman “terrazas” (mesas y sillas con vista a la calle, o directamente en la vereda, bajo un toldo), no es fácil atisbar desde afuera el interior de un restaurante.
Más aún, puede haber un notorio contraste entre la sobriedad de un frente y el lujo de sus salones. Así era en el Buenos Aires tradicional. Y quedan muchos establecimientos de ese estilo. Sin embargo, últimamente se ha hecho costumbre abusar del vidrio y convertir a los comensales en peces en una pecera…
Tomemos por ejemplo Maxim’s, quizá el más célebre restaurante de París, que bien puede pasar inadvertido a la mirada del transeúnte. Elegante pero sencilla, una puerta de madera -en el número 3 de la calle Royale, cerca de la Ópera- que poco deja ver, y sólo un angosto toldo rojo que apenas sobrepasa el frente, con el nombre en letras doradas, para indicar que ése es el lugar que Aristóteles Onassis y María Callas contribuyeron a hacer famoso con su presencia.
Misma cosa sucede con La Tour d’Argent, considerado hoy el mejor restaurante de París. El contraste entre el afuera y el adentro puede apreciarse en estas fotos.
Otra peculiaridad de los restaurantes franceses es la disposición de las mesas. El poco espacio disponible en una ciudad de inmuebles antiguos y abigarrados obliga al aprovechamiento máximo del espacio y uno puede encontrarse almorzando o cenando codo a codo con extraños. Es frecuente la banqueta a lo largo de una pared donde la gente se sienta una junto a otra y sin espacio libre entre las mesas. Esto me hizo presenciar una situación enojosa con uno de los señores más ricos del planeta y el maître de un restaurante que no lo reconoció y lo quiso sentar en un rincón entre otros comensales (lo contaré en un próximo post).
Esta concentración por metro cuadrado obliga a la discreción, a no levantar la voz para no molestar al de al lado o para no ser escuchado por extraños.
En París, un restaurante lleno no implica necesariamente una sala ruidosa. El porteño, con su fuerte impronta ítaloespañola, ya viene formateado con un volumen más alto. A esto se suma, en particular en los últimos años, la enojosa costumbre de elevar los decibeles ambiente con música inapropiada para un restaurante. Cuando no directamente el televisor a todo volumen…
Otro dato que contribuye a disminuir el ruido ambiente en los restaurantes parisinos es la poca o nula presencia de niños, especialmente por la noche. No está prohibido, al menos no expresamente, pero existe un consenso cultural que establece que ésos no son sitios para los más pequeños. En cambio, algo impensado en Buenos Aires, es muy frecuente ver a mascotas sentadas junto o sobre sus dueños. Eso sí, por lo general se trata de animalitos muy educados.
Algo que tampoco suele verse entre nosotros es la “carafe d’eau” (pronunciar carraf dó): la jarra de agua de la canilla. Es obligación de los restaurantes el servirla si uno lo pide, gratuitamente, como el pan y las especies. Es decir que se puede almorzar o cenar en el restaurante más lujoso y sólo beber agua corriente, ni siquiera es obligación consumir agua envasada.
Por el contrario, no acostumbran a servir agua con el café, algo de rigor en Buenos Aires, y que se extraña. Si uno lo pide, se la traen pero no sin antes ofrecernos una cara de extrañeza en el mejor de los casos y de pocos amigos en el peor.
Por último, se sabe, los mozos franceses tienen fama de ser más bien malhumorados. Seguramente muchos nos hemos cruzado con alguno simpático que desmiente esta regla, pero en su mayoría no son demasiado pacientes ni obsequiosos. En eso, el mozo argentino lleva las de ganar. Y su simpatía no es en desmedro de la eficiencia, al contrario.
Otra diferencia está en los horarios. Pese a su fama de ciudad con mucha vida nocturna, las cocinas de los restaurantes se apagan mucho más temprano que en Buenos Aires. También se empieza mucho más temprano. No es extraño que a las 19 ya estén ocupadas varias mesas. Y si el restaurante es concurrido, de ésos en los que se arman largas colas para entrar, más vale llegar antes de las 20 hs.
Buenos Aires, ya sabemos, es más trasnochadora.
Existen sí en París algunos restaurantes abiertos las 24 horas, pero se cuentan con los dedos de la mano y están en sitios bien céntricos o muy concurridos, como la avenida Champs-Elysées.