Por: Martín Guevara
Los libros que me habían gustado desde pequeño tenían más que ver con la aventura del movimiento, del viaje, de la experiencia en el camino y el conocimiento empírico. Pero puesto en medio de la negación del ejercicio intelectual de la divergencia, de la polémica, empecé a leer poesía de la mano de los poetas españoles a raíz de tres discos que había en casa, sobre poemas de Antonio Machado y Miguel Hernández hechos canciones por Serrat. Hasta el día de hoy no he podido leer algún verso que me conmueva más que un buen manojo de estrofas de Miguel Hernández. Donde se pongan unos buenos versos comprometidos, me paso por el sub consciente los poemas cultos.
La poesía combativa de los republicanos españoles, me derivó a la generación del 98, la cual había estudiado en la secundaria con el típico grado de éxito, de las materias condenadas a muerte por un examen evaluativo. Y encontré en aquellas estrofas un refugio íntimo, profundo, intenso, intransferible, un recurso al crepitar del alma y del asma, en medio de aquella algarabía informe.
La poesía y el jazz eran las manifestaciones artísticas que mas oportunidades de burlar la censura tenían.
A raíz de que Fidel iba diciendo por allí por donde pasaba, que había sido un fan de Hemingway y de Gabriel García Márquez, les tomé cierta animadversión. Aunque nunca dudé de que fuesen brillantes. Y no porque en aquellos tiempos yo sintiese un rechazo enconado, documentado, meditado, hacia la figura del comandante, sino porque era tal la sensación de hastío de aquella omnipresencia, estaba en cada canto, en cada canal de radio, en cada cartel, en la sonrisa del niño , en el vuelo de la paloma, no podía permitirme incluirlo también en el menú de los gustos más personales. Pero cuando leí por primera vez al viejo hombre de mundo, al cronista de guerras, de cacerías, de corridas de toros y de heridas ajenas en la batalla, acto seguido devoré los demás que estaban al alcance sin recordar mi animadversión. Sus libros cambiaron mi vida como lector y quizás mi vida en general, ya que cuando un ser pensante, encantador, vomitante, traidor, soñante, amador, odiador y temeroso, educado a través de la cultura de la palabra hablada, cantada, pensada, escrita, tergiversada, desarticulada, descubre un nuevo mundo en literatura, entra con él a otro punto de partida, que lo eleva unos pocos metros y le permite respirar por un rato, un tipo de aire diferente al cotidiano, por encima del que habitan las moscas, y por debajo del que respiran las golondrinas.
Hasta entonces, cada mañana leía unas cuantas páginas de libros de novela negra. Que por alguna razón que desconozco, no sólo habían conseguido sobrevivir a la censura de los rígidos cirujanos editoriales, sino que eran promovidos, incluso frente a la novela del realismo socialista. También en el cine, el policial era el único género que continuaba intacto en su proyección televisiva y donde único se podía disfrutar de la cultura norteamericana, sin la más mínima crítica ni sesgo. A diferencia de la policial, en la literatura negra, mucho más importante que el descubrimiento del transgresor, era la acción, la articulación y el armado de los personajes, héroes idénticos a villanos, plagados de defectos y contravenciones, seres corruptos, viciosos, que no se veían impedidos de actuar meritoriamente. Bien leídos eran peligrosamente subversivos.
Raymond Chandler, Dashiell Hammet, Mac Coy, Jim Thompson, o Patricia Highsmith me acompañaban a primera hora a través de la magia de sus palabras concatenadas, después de tomarme algunos cafés para disipar la almohada, antes de ingresar a la pesadilla en vigilia, puntual, cotidiana.
La literatura policial, bendecida al prescindir de ideologías de manera diáfana, sin embargo tuvo en Cuba un enorme desarrollo con ejemplares que por su carácter panfletario, resultaban imposibles de aceptar en biblioteca alguna que se tuviese el mínimo aprecio, hasta la aparición del gran novelista Padura.
Cuando leí a Hemingway me reivindicó a todos esos libros de Hammet, con su síntesis, la vivencia de la acción, el trato al hombre sombrío frente a su destino, indescifrable, nacido por error, fuera de todo karma y de cualquier proyecto colectivo, por el dilema moral más que existencial, no siempre asépticamente resuelto de ser o no ser. Hemingway me introdujo a la literatura norteamericana en general, de escritores que describen la realidad como si estuviesen corriendo delante del lector, desde Mark Twain hasta Raymond Carver. La literatura que mejor describe un puñetazo en la mandíbula.
Pasajes contados de modo que la edición, el cambio de planos en la narrativa resulta tan ágil, que las novelas ponen de relieve inmediatamente su gen de guión cinematográfico.
Una amiga cuyo padre conocía a Hemingway, me hizo la confesión de que al final de su vida, el escritor de Illinois se decepcionó con Fidel, porque según palabras textuales, “había desgraciado a las putas y a los maricones”.
Hasta entonces yo pensaba que habían mantenido una estrecha amistad, como le gustaba repetir en las entrevistas al cacique absoluto de la disparatada tribu caribeña. ¿ Quién sabe?.
La literatura fue una manifestación más del carácter ajeno de lo ruso en Cuba. De tal manera ese influjo había fracasado en su intento proselitista de captar adeptos a través de sus plomizas soflamas, que lamentablemente se llevó por delante la posibilidad de experimentar simpatía de buena parte de la población cubana ante las joyas del arte ruso y soviético. Del enorme caudal de cultura proveniente de aquella tierra de frío, vodka y muerte cotidiana, donde se cantan las canciones con las voces más profundamente melancólicas que había escuchado hasta entonces, implorando piedad ante el presagio de un seguro sufrimiento, del recuerdo del futuro, sin sorpresa ni escapatoria posible una vez puestos en la existencia como parte de la interminable estepa congelada, del país de la taiga, las dachas y la hoz oxidada.
Maiakovsky y Hemingway se llevaron el secreto de sus decepciones con sendos disparos. Lezama Lima, asfixiado por los censores, murió de asma.