Por: Martín Guevara
El Toro de la Vega, una masacre disfrazada de tradición en modo de fiesta con carácter oficial de “atracción de interés turístico”, en la ciudad de Tordesillas.
Allí donde se decretó que la mitad del mundo nuevo pertenecía a España y la otra mitad a Portugal, y allí donde pasó largas décadas recluida la depuesta reina Juana la Loca, se suelta un toro por las calles del pueblo, que va dando tumbo entre muros de edificios de prosapia universal, y se lo persigue hasta un descampado donde literalmente se lo lincha a lanzazos, picotazos, cuchilladas, con el disfrute de la población enardecida por el dolor, por la humillación, por el abuso, por la sangre, la gente corre por el campo lanza en mano invocando a la muerte, llamando a los dioses que deben cobrar el sacrificio del animal, hasta el año siguiente en que nuevamente disfrazado de “tradición ancestral e identitaria” se volverá a dar rienda suelta a los odios, a las tensiones, a toda la cobardía acumulada durante tanta humillación sufrida durante el año sin protestar, se suelta toda la pus contra un toro despistado, que corre sin entender nada por donde le permiten las barreras y los verdugos.
La policía y la guardia civil acude allí para reprimir a los manifestantes en contra del festejo, este año estuvieron allí incluso para proteger a los violentos que lanzaron piedras y objetos contundentes a los manifestantes hiriendo de gravedad a una joven en el rostro. Las protestas antitaurinas y en oposición a la legalización de otros maltratos animales, al intentar ofrecer algún tipo de garantía legal al desprotegido animal, también procura marcar la diferencia entre los que sienten que esa es la identidad nacional, que esa es la síntesis del ser español al son de su enseña roja y gualda, la sangre reluciente al sol, y los que creen en otros valores que los unan como Nación, es un desesperado llamado al Dios devorador para que tercie en pos de algún giro sensible en la celebración de tales costumbres, para que nos asista en la desintegración de tan putrefactas y tóxicas raíces.
Diría que es la tradición más denigrante de la España moderna, si no fuese porque hay una decena de ellas en la geografía nacional que le ofrecen una apretada competencia, entre ellas una que le impide al Toro de la Vega declararse ganador absoluto de los festejos de la cobardía y la crueldad colectiva, que es la fiesta de Cazalilla, en Jaén, en la cual se tira una pava desde una torre campanario coronada por una cruz, a treinta y cinco metros de altura para disfrutar el momento en que se destroza al legar al suelo.
En este caso la fiesta no se considera como la de Tordesillas de “interés turístico” y cada año el encargado de lanzar el animal para hacerlo papilla, recibe una multa de dos mil euros por maltrato, pero el pueblo unido, previamente deposita la cantidad de la multa para que el “valiente” mozo lance al confiado pájaro no volador que asciende en sus brazos al cristiano campanario. El pueblo, al estilo de aquel Fuenteovejuna de la obra de Lope de Vega, se une en pos de una causa común, sólo que quizás en este caso no tan dignificante como para una oda.
Ya que nos dicen desde las instituciones que no hay posibilidad de anular la costumbre, la tradición o la manía de tirar bichos que no vuelan, desde campanarios de iglesias para verlas reventarse al llegar al suelo, o de correr tras bovinos despistados y luego lincharlos lentamente en un descampado, me pregunto:
¿No habrá habido, aunque por supuesto mucho menos auspiciada, alguna tradición que en el lugar de las anonadadas pavas, los sorprendidos toros, y las molestas reinas Juanas, colocase truhanes banqueros, mentirosos políticos y sádicos represores en su lugar?
Aunque sólo fuese para recrearlas hoy asomándolos a un campanario, pinchándoles un buen rato el trasero con banderillas y lanzas, o poniéndolos no sé si cuarenta años, pero sí una buena temporada en algún retiro forzado a resguardo del astro mayor.