Por: Martín Guevara
Casi todos iban de la cama a la cocina, el café y la almohada, de la calle al bar, las botellas, del libro a la playa de noche, a la sal y los besos.
Casi no había cosa que no fuese una rutina.
No quiso seguir estudiando, ni trabajando, ni duchándose cada tres días, ni siendo educado, no pudo evitar hacerse cargo de una vez y por todas de toda la extensión y profundidad de su inutilidad, la que le habían diagnosticado desde pequeño los padres, no podía simular que algo de todo aquello le seguía pareciendo bien, ni siquiera consiguió una sola vez pensar sosegadamente en todo ello. Pero nunca perdió las buenas formas del todo.
La gente vivía como se podía, nadie tenía la culpa de nada excepto el imperialismo, hizo un esfuerzo supremo por no reventar, sostuvo el alarido hasta agotar el aliento, lo cual no significó suficiencia ni nada en absoluto.
En fin, una armónica, la playita de dieciséis, blues habanero y ron. Mucho sol y sal.
Acudir a la oficina de catorce era un bálsamo. Había conocido a gente distinta, por allí iban unos y también otros. Eran de su nacionalidad.
Después de tanto tiempo era como un baño de salud escuchar chistes del Atlántico Sur, escuchar la letra elle pronunciada como cuando era niño, los gestos, las soeces y el humor burlón porteño.
Saltó como a una piscina de champán sobre el sofá cama que había en la entrada , por una extraña razón todo estaba amontonado en la entrada en aquella casona burguesa del barrio de Miramar. Encendió el televisor Trinitrón Sony de última generación y puso un video con una película de las que no se veían por los canales de televisión. Luego un partido de fútbol, una final con Argentina y otro seleccionado.
Sonó el timbre cuando ya se había desabrochado el pantalón. Eran Nito y su esposa que subían a trabajar en unas computadoras personales IBM que había en un cuarto de arriba, al lado de la terraza. Aún así se puso el pijama y se disponía a dormir cuando volvió a sonar el timbre. Esta vez eran su hermano y su hermana que pasaban a saludar y llevarle un taper con pollo que había preparado su abuela. Esa noche le había tocado hacer la guardia. Adoraba esa guardia, no había nada que proteger, ni siquiera el manojo de dinero que andaba por ahí, ya que no había alma que se atreviese a asaltar aquel sitio, pero había cervezas frías y jamón en cantidades generosas.
Los saludó, se sentaron un rato en los sillones de balancín que había al lado del sofá cama y cuando se levantaron para irse, les mostró una pistola Browning nueve milímetros con el seguro echado. No le gustaba la violencia, le temía, le huía, pero le encantaba tirar. Solo apuntar a algo y halar del gatillo. Ni matar ni herir ni destrozar, solo le gustaba disparar. Sus hermanos miraron el arma, la volvió a tomar, le quitó el cargador y el seguro, amartilló y apuntó durante unos segundos a la cabeza de su hermano mientras este sonreía, luego pasó a dirigir la punta de la pistola a la de su hermana, y cuando iba a dar el último tirón al gatillo para que hiciese click, se le ocurrió apuntar hacia la base de un asta de bandera que había en la entrada , como casi todo lo que había allí menos los billetes y las IBM.
Tiró del gatillo, el estallido fue ensordecedor por su carácter de inesperado y por la hora de la noche, la bandera pegó un brinco y saltaron astillas de la base de madera.
Los tres quedaron mirándose atónitos , él no sabía que pasaba por la cabeza de sus hermanos, por la suya solo los latidos crecientes de su corazón y la mezcla de pánico por lo cerca que estuvo de volarles los sesos, con la tranquilidad de que no hubiese ocurrido.
Pasó menos de un minuto y sus hermanos, entre balbuceos dijeron que se iban, con cara grave pero paso seguro, colocó el cargador, escondió la pistola, esperaba que bajasen Nito y su esposa preguntando que había ocurrido. Pero no escucharon nada, era una de esas enormes y bien construidas casonas de Miramar y estaban encerrados arriba con un aire acondicionado ruso en funcionamiento cuyo ruido podía silenciar un bombardeo.
Giró la bandera y la base del asta agujereada quedó contra la pared, encontró la bala aplastada y tapó un poco la abolladura que había causado tras salir del sostén de la enseña nacional. Nito y su esposa se fueron un rato después despidiéndose cortésmente. Medio mes más tarde, aquella agresión armada contra la bandera se saldó con la entrada de Argentina en guerra con el Reino Unido, por la disputa de las Islas Malvinas.
Había una bala en la recámara y él no había reparado en ello, pero algo le hizo desviar el brazo. No estaba seguro de lo que pensarían sus hermanos, ni sabía que fuerza desvió su objetivo. Pero después de eso Fidel el comunista apoyó a Gatieri el fascista en su aventura bélica.
Hay una vida paralela, un relato en que no llegué a percibir el impulso de desviar el arma hacia abajo. En la que enloquecí y me quedé sin un hermano, en la que Argentina venció al Reino Unido gracias a al aporte revolucionario cubano perpetuando a la Junta Militar en el poder.
Aunque con el tiempo llegué a recuperar las buenas formas, conseguí dejar las botellas tranquilas en las alacenas y guardar los blues, aún de vez en cuando me presiento en aquella otra posible vida, con el semblante distendido.
Apuntando al tv, al dinero y a la computadora IBM.