Por: Martín Guevara
Cada vez que escucho decir que hay que tenerle desconfianza al negro, al humilde de América, a los deportistas, a los nuevos ricos, o a Obama, incluso cada vez que oigo decir que hay que desconfiar de los negros delincuentes, desconfiar porque son holgazanes, demasiado dados a la juerga y a la bebida, al juego y a la ilegalidad, me pregunto si la gente que habla se ha detenido un instante a pensar en lo que está diciendo.
Casi la totalidad de los inmigrantes africanos a tierras americanas en ningún caso emigraron por sus deseos ni por sus propios medios para convertirse en casi el cien por cien de los casos en esclavos, escapando de esta suerte solo un reducido grupo en Centroamérica, que ha vivido todos estos siglos sin haber pasado por el látigo, marineros improvisados de tres galeones que se quedaron sin dueños y al final resultaron libertos.
En honor a la verdad los primeros en atacar sus aldeas y liquidar a todos los que considerasen no aptos para el trabajo duro, bebés y ancianos, así como enfermos y heridos en la batalla, eran los habitantes de las aldeas vecinas, sus vecinos, de la misma tierra, la misma lengua y algunos de la misma sangre. Los conducían maniatados a través de la selva hasta el puerto, donde primero los compraba un intermediario africano, o algún europeo que ya se había establecido en la costa. A los que no servían , ya fuese porque llegaban muy extenuados, o porque los comerciantes los encontraban con imperfecciones insalvables, como las dentaduras deterioradas cosa que bajaba el precio porque en breve no podrían comer el duro alimento que se les arrojaría, las piernas dañadas, los brazos demasiado flojos, o que hubiesen enfermado tras la tragedia sufrida en los días de travesía hasta el puerto, se los tiraba al agua. Así, sin más.
Las bahías de los puertos esclavistas en África casi siempre montados por holandeses y portugueses, pero también por españoles ingleses y franceses, donde llegaban los galeones negreros con un gran espacio en sus bodegas para alojar estos seres considerados mercancía, eran verdaderas fondas de alimentos para tiburones y barracudas.
En esos galeones iban hacinados, unidos con cadenas, hacían sus necesidades encima de tal modo que eran frecuentes las enfermedades y sus contagios. Antes de llegar a puerto americano eran arrojados nuevamente al mar todos aquellos que no estaban en condiciones de ser presentados siquiera ante los compradores. Como en toda actividad, había picaresca, estafadores de la más baja calaña, estos no tiraban a todos los esclavos que estaban en malas condiciones si podían maquillar, asear y alimentar a los que estaban menos dañados y lograr venderlos, porque había que ser desalmado, pero no era cuestión de ser más cruel que listo, por cada esclavo que se tiraba por la borda se perdía una inversión, si luego el terrateniente se daba cuenta que le habían dado gato por liebre y tenía que ser este quien se deshiciese de él, siempre se podría solucionar más adelante con unas oportunas excusas más una oferta atractiva en algún viaje próximo.
Una vez en el puerto americano, se los inspeccionaba uno a uno y al que no gustaba, una vez más le esperaba el agua. Tal era así que se llegaron a crear verdaderas colonias de tiburones y demás carroñeros acuáticos, en los diferentes puertos esclavistas, desde la Gran Canaria hasta La Habana o el Golfo de México.
Y a esa cantidad que era cargada en las caravanas que los llevaban hasta los campos de trabajo, aún les quedaba pasar el tamiz natural de soportar aquel rigor, semejante pesadilla en que se les había convertido la vida en tan breve espacio de tiempo.
Los porcentajes de sobrevivientes consensuados eran más o menos así, de la tribu en que se los apresaba quedaba el treinta por ciento vivo, de los que llegaban a puerto eran comprados solo la mitad, algunos, los más sanos se quedaban como esclavos haciendo labores en el puerto y los otros al agua. De los que se cargaban en los galeones solo el veinte por ciento era comprado en América y finalmente usado para el trabajo, el ochenta por ciento restante o morían en el trayecto, o eran descartados en el mismo puerto de arribo o inmediatamente después de comprados cuando enfermaban y no se acostumbraban al nuevo modo de vida, luego arrojados a los perros cazadores en los palenques para cebarlos con carne de africano y que estuviesen prestos y entrenados para atacar a los cimarrones. He tenido la oportunidad de escuchar la desfachatez de llamarles a estos canes, perros asesinos, sin hacer mención de sus amos.
Los hacedores de la Revolución en Cuba, que entre sus arengas más proselitistas enarbolaban la liberación de los prejuicios raciales y que en un principio llenaron de ilusión a la población descriminada, han vuelto a colocarlos al frente de los peores trabajos, a cargo de las peores opciones sociales. Nunca dejaron de ser sospechosos de cuanta imaginería policial e institucional existiese. El lenguaje en las altas esferas del poder en Cuba para hablar de los afrocubanos es tan aberrante, que hoy está desterrado del lenguaje tolerado en los países desarrollados. Excepto en en espíritu de la actual campaña electoral norteamericana.
Cuando se relacione negro con fatalidad, con desventura, si bien dada la Historia podría parecer que se está en lo cierto, es menester pensar primero en quien es el propietario de esa voz que se apropia de nuestro interior. Porque hay muchas más razones para que los descendientes de aquellos hombres de carne dolor, desconfíen de nosotros o de todo lo que les huela a esclavista, que viceversa.
Sé que al aproximarme a un tataranieto de un esclavo no estoy en presencia de este. Ni yo por haber tenido antepasados terratenientes que tuvieron esclavos en sus plantaciones y minas, soy culpable en lo más mínimo del horror ocurrido. Pero también sé que si a uno de los dos le toca acercarse con cautela, pidiendo casi permiso para ser aceptado y comprendiendo la desconfianza inicial, es a mi. Sé que si a uno de los dos les toca sentir un temor impreso en su ADN, un terror que proviene de las historias no escritas como los cantos rituales que supieron mantener de sus antepasados, es a él.
Tal vez corra por mis venas gotas de la sangre de algún esclavo irreverente, que en un punto no registrado en la genealogía poseyó la osadía y el intrusismo de participar de la orgía de los poderosos, quizás legó en su sangre el pesar de la humillación, o tal vez fue un audaz libertino, no lo sé, pero en cualquier caso esas probables gotas, o las de sangre irlandesa, o el fulgor de la indignación social de mi tío Ernesto, me invitan a no pasar por alto la esencia de aquellas vejaciones.
Como en los ataques constantes que con motivo de las elecciones próximas, se centran en la figura de Barack Obama, de ascendencia afroirlandesa. Cuyos genes, por ambas partes algún conocimiento portan en materia de prejuicios raciales y optimización del raciocinio.