Por: Martín Guevara
Si bien la famosa década de “los sesenta” nos dejó una serie de mitos de un valor ciertamente mucho más sólidos que los iconos modélicos de la actualidad , ya por la profundidad y alcance de sus ideas como la calidad de su compromiso con las mismas, también es cierto que nos dejó grabado a fuego que si se quiere dar algún tipo de significado a la vida, hay que morir de cualquiera de las diversas maneras que hay de hacerlo, pero eso sí con una condición: siempre joven y bello.
Por todos los costados de mi educación agnostica, materialista, en teoría sofisticada, recibí el mensaje del sacrificio y de la superioridad moral en el acto de la inmolación, sin variación alguna con el respeto sepulcral al martirio. Y el hecho de contar entre mis parientes con con uno de los mayores iconos revolucionarios de la Historia, lejos de contribuir a distanciarme de este adoctrinamiento logró grabármelo en el hipotálamo, aún cuando creía alejarme de este a través de la rebeldía contra los convencionalismos establecidos. Y no obstante sienta todavía un enorme apego por los cerebros que albergaron aquellos ideales mesiánicos o sus sucedáneos como la locura, el alcohol, las drogas o cualquier medio condenatorio a un final prematuro, poético y trágico, estoy también en condiciones de asegurar que todo eso no ha sido más que pura basura.
La donación de las vidas de Hendrix, Joplin, Malcom X, Jones, Pavese, Morrison, o mi tío en mitad de sus existencias, fue una ofrenda desmedida al propio Dios devorador que no podía con ellos, ” ya que no te puedo someter, te doto de la noble aunque poco salomónica herramienta de la autodestrucción”.
El tiempo y las propias decisiones tomadas al respecto, han logrado situar mis simpatías más próximas a quienes eligen vivir para llegar a contribuir al enorme reto de cambiar algo en el mundo, no los que optan por morir en la mitad del proyecto, ya sea muerte en sentido literal o de la mano de alguna adicción que perpetúe el alma en el Limbo. Hoy me seduce más quien se sobrepone a su propia intransigencia de no ceder y logra de alguna manera burlar al tiempo llegando a viejo para poder contrastarse de un modo integral, sin hacer concesiones de peso, de manera de poder aportar la verdadera sabiduría, hija de la constante duda renovada.
El modelo occidental del héroe que muere entre los veinticinco y los cuarenta años, hoy lo declino aunque no sin melancolía, en favor del oriental que sugiere un paso más allá en el uso del temple, demostrando que aún cediendo en su energía explosiva, en su temeridad catártica y en su belleza física, el héroe puede llegar a mayores cotas de aporte simbólico a la humanidad, evidenciando que con el doble de edad se puede ser también el doble de intransigente, de consciente, de sabio y que para ello es necesario ser el doble de intrépido.
Hoy me interesa menos la interpretación del valor como chispas que saltan y estruendo que ensordece procedentes del choque de las espadas en la batalla, o del deterioro del cuerpo causado por la voluntad propia como castigo a su condición de celador del alma, que como el arrojo de la personalidad en el temple, la convicción y la paciencia que se precisa para ejecutar la caricia suave pero persistente del agua a la roca, con la cual se la logra horadar con mayor naturalidad y perfección que cien martillos hidráulicos.
Si bien admito que me cautivan y que por siempre me atraerán las historias personales de los “afectados inconformes”, la sensibilidad de aquellos alcohólicos irreverentes que mueren en duelo con sus fantasmas, o los hidalgos caballeros que caen luchando contra molinos, preferiría que llegado el punto de la cuestión de si ser o no ser coherentes; nos preguntásemos si el héroe no tendría un valor más elevado y práctico si decidiese dar ese paso, en el que ser consecuente lo traslada más allá de la iconoclastia, lo invita al retoque de las propias convicciones más arraigadas y a transgredir un atavismo convencional mayor aún que todas las desmitificaciones que adornan a la figura del mártir: conseguir demostrar que vivir hasta el final de los días con espíritu inconforme, con pensamiento propio, no necesariamente implica una carga por la que hay que perecer, sino que puede significar el mayor grado de plenitud al que puede acceder el alma.
Sin prescindir ni un ápice del placer y de la inocencia de una infancia que aún pareciendo lejana, puntual cada mañana acude a bañar de luz al alma de los tormentos.