El camino del Chamán

#ADNGuevara

Se fue Robert Chinook.

Amigo íntimo y cósmico de un matrimonio que son como familia para mi, Adrianne y Ken Miller.

Robert tenía más vida, experiencia y sabiduría que años, y eso que edad cronológica tenía para dar y tomar. Hay gente que transcurre toda su vida repasando la parte del libreto que le dio éxito, o bien relamiéndose las heridas producto de la parte que le salió mal. Y hay otros que vuelan más allá de ellos mismos haciendo un viaje que paradójicamente es el que los lleva al “yo” más auténtico, pero que también los conecta con el universo circundante, y algunos como Robert, incluso con el universo del más allá, que no es sino el “más acá” más cercano y real que existe.

Cada vez que alguien logra salir de sí, lo más preciado que encuentra al final del camino de hallazgos valiosísimos es lo verdaderamente importante que puede ser para sí a partir de entender lo insignificante y prescindible que puede resultar ser, al menos que dedique tiempo a ser recordado, a ser amado por algo y por alguien. Robert no careció de esto. No porque le llegó de arriba, sino porque lo buscó cada día.

Robert Y Sharon

Robert Y Sharon

Fue piloto en el ejército, psicólogo, y muchas cosas más, como buen norteamericano del siglo XX curioso por la vida, paseó por innumerables experiencias, estudios, trabajos, ideas y prácticas. Al cabo de cuando él y las demás cosas lo encontraron conveniente entró en el terreno místico, pero no como un hobby sino comprometiendo su vida. Y Robert se hizo chamán.

Mis amigos me llevaron a su casa en Klamath Falls, un lugar mágico que a mi me trajo la imagen de las películas de indios y cowboys, cerca de la frontera de Oregón con California. Llegamos en la tarde después de atravesar el Estado de Oregón en coche por una carretera preciosa y ecléctica, salpicada de ríos angostos de bajada rápida, los creeks, clásicos puentes norteamericanos de madera con techo, bosques, ciudades al costado de la ruta, gasolineras con adorables cafés en vasos enormes y hamburgueserías con camareras muy simpáticas; montaña y nieve y al final la tierra semi seca y las aves de rapiña majestuosas que vigilaban la entrada de Klamath Falls.

Lago de Klamath Falls

Lago de Klamath Falls

Allí habían vivido y trabando Adrianne y Ken años atrás como psicólogos y dirigiendo la clínica de salud local.

Llegamos a casa de Robert y Sharon. Un paraje amplio rodeado de naturaleza viril. Me dieron un abrazo como si nos conociésemos de toda la vida.

Pasamos la noche cenando cosas de su huerta, y conversando con palabras para atar de alguna manera convencional, esa energía intangible que fluye y acerca o distancia a la gente, mientras la chimenea arde y los jugos emanan junto a la magia de la amistad. Robert y Ken me mostraron el sitio de meditación, el sudadero de los indios, y la parte de lacas a que sirve de albergue.

Al día siguiente desayunamos en ese paraje único y con aquella gente que para mi costumbre parecían sacadas de una película. Y antes de irnos Robert me llamó a la habitación donde tenía algunos elementos propios de sus ritos, durante un rato mirándome a los ojos me habló en la habitación donde tenía esas piedras rituales de las cuales me regaló una, ese instante se convirtió en algo no material pero si perdurable que se quedó conmigo. Yo soy una persona que no ha recibido demasiados elogios de esos que dejan marcado, y cuando me dijo mirándome de frente: -Eres una buena persona- me llenó de alegría, de paz y de una particular humedad ocular e interna producida por una lágrima bendita, no aquella del dolor sino la del alivio.

De ahí nos fuimos Adrianne y yo al pequeño aeropuerto de Klamath, a tomar un avión con dos filas de un asiento cada una, hacia San Francisco,  como pienso que habría sido el bergantín en el que partieron mis antepasados desde Chile, luego de partir exiliados de Argentina por Juan Manuel de Rosas, a esa misma ciudad californiana y como imagino debieron haber sido los caballos en los que se adentraron hacia Sacramento en la búsqueda del oro hace ya más de un siglo y medio tras lo cual nacieron y se conocieron mis bisabuelos Roberto Guevara y Ana Lynch.

Roberto Guevara Castro Y Ana Lynch Ortíz e hijos.

Roberto Guevara Castro Y Ana Lynch Ortíz e hijos.

Un sueño.

Cierto día el Maestro le preguntó al discípulo:

-¿Por qué lloras?

El discípulo respondió- Porque he tenido un sueño Maestro- a lo que este le corrigió:

-Habrá sido una pesadilla entonces discípulo.

- No –dijo el discípulo- era el sueño más bello que he tenido-

-¿Y entonces por qué las lágrimas?

-Porque he regresado a la realidad.

Me fui de lo de Robert y Sharon como quien se va de la casa de un amigo de siempre, en un día y medio dejó más buena siembra en mi parte más fértil que la mayoría de la gente que conozco de toda la vida, el afecto está emparentado con el instante en que se reconocen y se bien tratan las almas afines.

Son reencuentros a lo largo de los diferentes modos de existencia que nos depara el tiempo, esa categoría abstracta. Nos volveremos a ver personificados en lo que desde hoy mismo y a cada paso y a cada instante, decidamos que deseamos ser con nuestros actos.

 

Por eso al Chamán Chinook no lo despido con un adiós sino con un: Hasta luego.