Por: Martín Guevara
Las personas nacemos con similar capacidad para disfrutar o padecer ante idénticos estímulos, pero según la sociedad en que nos desarrollemos se potencia una u otra habilidad. Hay ámbitos sociales en las cuales lo bien visto es mostrarse campechano, humilde, sin embargo hacer gala de conocimientos cada vez que se presenta una ocasión, resulta pedante y tiene mala prensa, hay otras donde la costumbre es cazar, otras donde pasa por el baile y la expresión corporal, otras por el recto, otras por la exhibición de los sentimientos.
Hay algunas pocas, donde el saber cuenta con muy buena prensa, donde acumular conocimientos, usar con agilidad las capacidades mentales, hacer chistes agudos, asociaciones lúcidas, soluciones astutas es tan atractivo y seductor como la belleza, tan respetado como la honestidad, y distintivo como los bienes y el dinero. Buenos Aires, en los años en que la disfruté tenía bastante de esto.
Si bien a veces el exceso de esto provoca un desdén por la reserva, la cultura intimista, introvertida, y castiga a lo poco sagaz con burlas crueles, severas, e injustas, lo cierto es que al final la beneficiaria se convierte en una suma de una enorme cantidad de individualidades.
Todo se arregla con un alambre.
Durante una época devoré con avidez aquello que me había perdido de esa ciudad ecléctica y vario pinta debido a los años en que me crié en el exilio. Uno de los innumerables sitios que en mi experiencia contribuía en la alimentación de esa tendencia para la ciudad, era el Teatro San Martín.
A veces había más oferta cultural en ese edificio que las que ofrecían todas las carteleras de algunas ciudades donde yo había estado. Fotografía, cine, teatro, música, charlas, debates, todo subvencionado, así que lo que no convertía en gratuito lo transformaba en muy barato.
Tanto tiempo pasé dentro del San Martín que si uno todas las horas debería considerar que he vivido en ese centro cultural. He ido acompañado de todo tipo de amigos, la mayoría de las veces sólo con mi sobretodo gastado y como decía Bon Scott de AC DC, con “parches sobre los parches de mi viejo blue jean”, y más de una vez con algún sin techo porteño al hall del teatro para calentar los huesos al tiempo que veía una exposición de fotografía cedida por la casa del fotógrafo anglo-argentino Alejandro Witcomb, la germano-argentina Annemarie Heinrich, o instantáneas de Pablo Cabado o una expo de Sebastiao Salgado.
O para escuchar música en vivo, o pasar unas cuantas horas acurrucado en una butaca del cine, ora echando una reparadora siesta ora abriendo los párpados para ver las imágenes de una maratónica película gracias a un ciclo de filmes de Fassbinder. Incluso una tarde a la salida del cine, invité a mi compañera cuando recién nos conocimos, a entrar a una de las salas vacías para liberar energía todo color rojo refulgente, escarceos emergentes. Una vez que me había pasado de tragos en el café La Paz con amigos, subí, entré a una sala vacía y me quedé dormido como un lirón, el resto es una historia más larga.
Un día descubrí que unas cuantas calles más abajo por la misma avenida Corrientes, más cerca del Río y de los bancos de la ciudad, había otro centro, igual de gratuito, quizás con menos oferta en cuanto a cantidad ya que en realidad era un instituto de promoción de la cultura alemana, pero en contrapartida ofrecía una calidad exquisita, el Goethe Institut, donde se podía asistir a seminarios, a charlas, a ciclos de cine, fotografía, poesía alemana.
Ahí supe de la existencia del cine de Werner Nekes. Un enfoque novedoso para mi manera de ver y de entender el cine, presentado precisamente por la legendaria fotógrafa Annemarie Heinrich, con su conocimiento y pasión por las imágenes.
Disfruté de esa propuesta narrativa, vivía como un verso libre, no estaba atado ni siquiera a mi mismo, la libertad parecía infinita hasta que una y otra vez tropezaba con las gruesas raíces de la angustia que se elevaban temerariamente cuando parecía a punto de divisar “la luz”. Me parecía que todo el mundo estaba cansado de propuestas visuales y plásticas que condujesen de la mano a través de una trama hacia un desenlace definido.
Annemarie invitó al auditorio a que pensásemos en lo que ocurriría si en lugar de ver las 24 exposiciones en un segundo que forman el movimiento en cine, viésemos los intervalos entre foto y foto, precisamente lo que nos estaba vedado ver ¿en qué cambiaría la película?
Y aún hoy cada vez que veo un filme comercial pienso en que sería de la proyección de otras hipotéticas 24 fotos de los movimientos no registrados. En nuestros propios movimientos, en nuestra alienación particular en la manera de tratar el tiempo ¿cómo puede ser que convivan nociones tan diferentes del tiempo, como nuestra certeza de que algunos segundos son extensísimos, inolvidables, junto a la idea de que el tiempo simplemente “pasa”, al extremo de poder decir: “-Nos vemos mañana”?
Cuando terminó de hablar Annemarie proyectaron “Hynningen” y “El filme antes del filme”. Hay obras que cambian la vida de quienes las dejan entrar, en ese instante Nekes, o mejor dicho la suma de mis pasos, Borges, el teatro San Martín, el Goethe Institut, la clase magistral de la fotógrafa Heinrich y sus atentas explicaciones a mis preguntas, los parches de mi parches, más Werner Nekes, conectaron con mis necesidades de estímulos narrativos. Un mensaje sin una grotesca imposición de sinopsis, que simplemente sugiriese un escenario, un movimiento, un sonido, y que prescindiese de esa tendencia al recurso fácil del uso de la voluntad para guiar la atención hasta el fin de la historia.
Nekes me lo dio. El cine se hace imprescindible, cuando lo que cuenta no se puede hacer a través de otro soporte. Si se puede escribir, pintar o representar en el teatro, sigue siendo cine, pero es prescindible.
Para mi eso es también la literatura, lo que no se puede contar de otro modo que escribiendo, ni se puede percibir de otra manera que leyendo.
A los pocos días, estando en la librería del Fondo de Cultura Económica en Buenos Aires donde trabajaba como vendedor, vi como traía una pila de libros para reponer en los estantes al frente de una carretilla de almacén, un amigo de mi amiga Gladys a quien había conocido en su casa.
Un hombre el doble de culto que todos los que trabajábamos en el edificio, de maneras refinadas, de mirada limpia, bondadosa, curiosa y no exenta de timidez , llevaba la carretilla desde el almacén a la librería con una altivez directa, distintiva.
Cuando lo comenté con mi amiga, me enseñó parte de la obra de nuestro especial reponedor de volúmenes, del cual yo ya sabía por referencias que era un cineasta especial. Pero cuando vi una de sus películas me sentí dentro de ese terreno místico, en que inevitablemente se ve uno tras la vivencia de una serie de aparentes casualidades, que como decía Borges, son “causalidades” de las cuales desconocemos sus razones, Claudio Caldini era Werner Nekes en Argentina.
Con el paso del tiempo he podido ver su obra con reposo, y aunque con el paso de ese mismo tiempo yo deba admitir que consumo mucha más “comida rápida” en materia de cine que en aquellos años, no he perdido del todo el gusto por lo mejorcito, así que recomiendo encarecidamente a quien quiera ver arte audio visual desde el mismo confort del sillón de siempre, pero sin la intervención represora del narrador en complicidad con nuestra holgazana comodidad envenenada, que busquen en las redes a Caldini , un ser exquisito y a Werner Nekes, quien para mi, digan lo que digan en el Goethe Institut, es más argentino que el dulce de leche.