El aconsejamiento existe porque el aconsejado reconoce la autoridad del consejero en la materia sobre la cual versa el consejo. Y porque el consejero sabe, o cree que sabe, por lo menos sobre el asunto acerca del que brindará consejo. Sin estos principios, sin este doble vínculo, el enunciado que se pronuncia puede ser una máxima o una sentencia u otra frase, quizá acertada, que se desenhebrará en el viento, pero de ningún modo un consejo.Los abuelos y las abuelas, los padres, los hermanos mayores, los amigos –de cualquier género-, los jefes arrogantes, dan consejos. Algunos se ponen cargosos cuando asumen ese lugar de saber –y poder, por supuesto- y otros lo son habitualmente. También Martín Fierro, en la Vuelta, larga un chorro de estrofas que se conocen como los consejos de Fierro a sus hijos. Sin negarles la honda sabiduría que atesoran, suenan bastante derrotistas y resignadas, pero va de suyo que hay que pensarlas en su contexto. Quién los enuncia, para quiénes, y el doloroso aprendizaje que nuestro ícono gauchesco había atravesado para alcanzar ese conocimiento. Y poder cantarlo. Con rima y todo, por supuesto.
Admitimos que dar consejos presupone un saber consolidado a base de estudio, reflexión o experiencia, de la sistemática repetición del mecanismo de error y ensayo (y error). Además, cuando se imparte en general, a un público desconocido, quien aconseja confía en un pasaje o transposición de lo personal a lo universal, es decir, que lo que es válido para él (el consejero), es válido para todos los demás. Un acto de fe, por cierto. Porque se sabe, y sabemos, que seguir a rajatabla un consejo no es garantía de que los resultados se repitan, de que se alcance el éxito.
Como el arte imita a la vida (¿o es al revés?), hubo y hay muchos escritores que cayeron en la tentación de impartir consejos. Porque alguien se los pidió, o movidos por la vanidad, o porque sintieron el aguijón de la docencia, colmaron ese vacío que se dejaba a la improvisación y al aprendizaje personal, para aportar sus conocimientos sobre esa compleja y misteriosa tarea de escribir relatos o cuentos.
Al poco tiempo de empezar a escribir los bosquejos de mis primeros textos, busqué los consejos de aquellos que se habían tomado ese trabajo de legarlos a quienes, como yo, querían aprovechar la experiencia ajena. Conmovido por “El almohadón de plumas” y “La gallina degollada”, me alegré al enterarme de que Horacio Quiroga, este escritor que de tan argentino era uruguayo, había dejado un decálogo. Del perfecto cuentista, para ponerme optimista desde el arranque.
Sin ánimo de síntesis, Quiroga provee diez mandamientos que recuerdan, en su esencia, a los principios de Groucho Marx: “si quiere, tengo otros”. Es decir que, en el mismo acto de escribir algunos, comete la honradez de someterlos a duda, de relativizarlos o de perdonar su incumplimiento con piedad maternal. Sí es taxativo en su prevención contra la adjetivación inútil, en escribir bajo el efecto de la emoción y en olvidarse de los futuros potenciales lectores. En contra, se me hace que la adoración a los maestros del punto 1) se contradice con el cuidado a la hora de imitar: la veneración excesiva conlleva el riesgo de la copia. También siento forzada la voluntad de control sobre el texto, pero solo porque le restan participación al azar y muchos personajes descubren lo que deben hacer cuando se los deja libres, fluyendo, actuando sin ataduras.
Horacio Quiroga no hacía sino emular lo que habían iniciado algunos de sus egregios antecesores. Edgar Allan Poe, por ejemplo, y también Antón Chéjov, el autor de “La dama del perrito”, considerado uno de los popes del relato corto. De las tres o cuatro clases de un taller literario al que asistí en mi adolescencia, lo único que conservo es una hojita ya ocre con sus sentencias. Que no son iguales a estos, pero atribuyo las diferencias a cuestiones de traducción. Como sea, su afán por la brevedad, reiterado en cinco de los puntos, deviene en la confianza en que el lector podrá completar los huecos y en un trabajo de pulido que limpie al cuento de todo lo superfluo.
Pero, lo que me gusta de sus enseñanzas es la apuesta por la audacia y la originalidad, aunque en ningún momento explique cómo hacer para lograrlas. No entiendo, en cambio, a qué se refiere con “Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira…” ni por qué afirma que “Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera”. Justamente, si me pusiera a escribir sobre Sócrates –tanto él, como yo o usted-, caeríamos irremediablemente en la mentira, corazón o correlato de la ficción. Supongo que aquí la traducción traiciona las ideas originales de Antón.
En su caso, a la vez, Chéjov aprovecha la posición de consejero para desfogarse con su ambiente y la crítica: “No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa…” y “Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada”.
Los escritores del siglo XIX y comienzos del XX daban consejos con seriedad, aunque se permitían estas licencias maldicientes y algún que otro ligero rastro de humorismo, y entiendo que creían en que el arte de escribir podía transmitirse. Pero esto cambió con los escritores que dan consejos en la época actual, digamos, con los contemporáneos… (la seguimos en la próxima entrega).