Es en estas épocas, cuando ciertos relatos sobre la realidad se tornan cada vez más apocalípticos, que recuerdo las grandes obras que ponen el foco en la espera. No todas, algunas que plasman esa actitud tan común en nosotros, los “ciudadanos”, que parecemos estancados aguardando que lleguen las catástrofes que predicen los augures de la fatalidad. Sea los que ponen en su eje en el default, en la crisis económica y/o educativa o en la inseguridad. Cualquiera, y advierto que tampoco simpatizo con los fanáticos del optimismo.
Esperar es, de por sí, lo contrario al heroísmo. Entonces, mientras que el héroe interviene, actúa, transforma su realidad, los personajes que esperan son juguetes del destino, como los personajes trágicos, con la diferencia que, a los primeros, no son los dioses quienes los han condenado de antemano y que, los últimos, resisten las determinaciones divinas y luchan aunque sus intentos acaben, irremediablemente, en derrotas.
Los que esperan, los esperadores, pasivos y mustios, no pulsean contra el destino, ni oponen resistencia; cultivan la paciencia en la cruda repetición de las rutinas, o toman los desvíos que se ofrecen para nunca arriesgarse a buscar o luchar por su destino. No me atrevo a decir que sea ésta una definición, pero puede servir como borrador de ella, para que acordemos sobre qué y quiénes estamos hablando.
El esperador se confunde con el cobarde pero su cobardía es diferente: el cobarde huye, corre en la dirección contraria de los acontecimientos, mientras que el esperador permanece, se queda a aguardar que lleguen los hechos, lo que se espera, pero lo que se espera no es nunca lo que llega. En la literatura, seguro, en la vida, que se expidan los vidólogos.
Propongo que recorramos dos novelas, para no abusar de Godot que ya desde el título sabemos que se lo espera, ni del hombre que está solo, de Scalabrini, que en su caso, espera. Primero, abramos la obra magna de Dino Buzzati, El desierto de los tártaros, publicada en 1940. El argumento presenta a Giovanni Drogo, un joven teniente recién egresado de la escuela militar, que es enviado a la fortaleza Bastiani, un puesto de frontera que defiende el límite del país con el desierto de los tártaros. Una vez allí, Giovanni se entera de que aquel lugar, poco querido por sus camaradas, no es el mejor sitio para alcanzar su sueño de convertirse en héroe. Sin embargo, se queda. Intenta irse, un par de veces, pero acaba dejándose arrastrar por la costumbre y continúa en la fortaleza Bastiani, esperando que llegue la oportunidad de sacudirse la pereza, la inacción, la estéril nada. El tiempo parece no trascurrir, pero como el goteo de una canilla, pasa. Inexorable. Y aquello que Giovanni Drogo desea termina por prefigurarse, por insinuarse, pero no del modo que lo configuraba el anhelo. El desierto… parece hablarnos, en parte o también, de las esperas inútiles, de que los tiempos de las cosas no son los de nuestra voluntad y de que el deseo necesita de algo más para concretarse. Y es, sin dudas, una novela sobre la frustración.
También a la frustración remite Zama (1956), de Antonio di Benedetto, texto muy elogiado y recomendado, pero aparentemente con muy pocos lectores hoy en día. En el prólogo que la acompaña, Juan José Saer la define como: “una novela de la espera y de la soledad”. Los acontecimientos narrados suceden a finales del siglo XVIII, en Asunción del Paraguay, donde el español Don Diego de Zama espera conseguir, durante diez años, una colocación más importante en Buenos Aires, sus pagas atrasadas, las cartas de su esposa, o también, regresar a su madre patria y reencontrarse con su familia. Su espera, que depende siempre de los secretos y remotos mecanismos de la Corona, provoca en el personaje una constante sensación de angustia, de desesperación que pone en riesgo y en crisis sus valores y su identidad. Empujado por la soledad, la desgracias y a veces la miseria, cae en la lujuria, en la ira, en la crueldad, en la locura, perdiéndose, él y sus principios, para hundirse cada vez con más certeza en la inutilidad de su espera. “Todos, casi todos, somos pequeños hechos. Elaboramos presente menudo y, en consecuencia, pasado aborrecible”, dictamina Don Diego de Zama mientras recuerda su debacle. Un prodigio de lenguaje, una joya del mejor español es Zama, novela del anti-aprendizaje, en la que los lectores comprobamos cuán mala escuela es la espera.
Tal vez, de estas dos obras, la conclusión sea una sola. Y frustrante, para los que se acostumbran a esperar que la vida le resuelva sus dilemas. La espera conduce a la derrota y a la patética culpa de descubrir que no se ha hecho nada para intentar construir el destino, que el destino se hace ante el gesto herido del esperador que mira sus manos vacías y se pregunta por lo que debió hacer, y no hizo, cuando esperaba. Y mientras, nosotros, seguimos esperando: que pase el invierno, o que lleguen las catástrofes, o las Fiestas, y un nuevo fin de año. Esperamos, que no es actuar: la acción es el signo del héroe.