Brama la arena en Sevilla

Si hay algo que rescato de Sevilla es que nunca me deja de sorprender. Cuando ya parece que no hay más por conocer, surgen nuevas actividades. La gran mayoría de ellas son de imprevisto. No hay tiempo para pensar o debatir, simplemente acepto la propuesta y me entrego a la experiencia.

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Ligera de equipaje

Hace unos días, alguien me explicó que ser turista implica estar  dispuesto a todo lo nuevo sin objeciones. A su vez, me preguntó si yo todavía me sentía así o si ya era una ciudadana instalada. La pregunta me hizo dudar. Si tuviera que contestar rápido diría que, a veces, me siento una más del montón oriundo de Andalucía. Pero, después de pensarlo un poco, comprendí que no era tan así. Mentiría si dijese que estoy completamente acostumbrada a este lugar. Todavía no llego el momento en que los hechos cotidianos opaquen el espíritu aventurero y el estupor ante espectáculos ajenos. Toda nueva experiencia en este viaje me sigue atrapando, igual que el primer día.

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Aprender a dejarse llevar

Antes de empezar el viaje pensé que la ida al viejo continente implicaba chocarme con una realidad completamente distinta a la mía. Esperaba encontrarme con un primer mundo caracterizado por la modernidad, el lujo y el avance. En algunos lugares en los que estuve tuve esa sensación. Me asombré ante nuevas formas de vida que en este momento podrían resultar impensables en mi país. Sin embargo, me impacto aún más ver que no todo es tan así. Europa no sólo se caracteriza por estar compuesto de ciudades envidiables donde todo parece funcionar de forma perfecta e inigualable. No es simplemente eso. También hay rincones excepcionales donde todo eso queda atrás y muestra su otro lado donde el tiempo se estanca y lo maravilloso deja de ser lo tecnológico para tomar protagonismo la tradición y lo antiguo. Ese perfil distinto lo vi definidamente durante este viaje en un lugar al que no pensaba visitar: Oporto.

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Vagamundos

En estos días se cumplen dos meses de mi llegada a España. Me impacta ver como se pasa el tiempo, siento que se me encapa, que se me va de las manos. Hay veces que quisiera que vaya más lento, que exista alguna posibilidad de poder frenarlo, por lo menos un poco. Tener la chance de congelar los segundos cuando me encuentro con algo increíble o disfrutando de una linda reunión entre amigos. Poder pisar el freno y ser un poco más consciente de dónde estoy. Disfrutar de ese momento en que las agujas no corren. Sería bueno pero demasiado utópico.

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Semana para el recuerdo

Sevilla en semana santa deja de ser, un poco, Sevilla. O por lo menos, esa Sevilla que yo venía viviendo. Quedó atrás aquella ciudad serena y pintoresca que merece ser conocida con tranquilidad. Ya no existen esas calles casi vacías en donde uno camina sin apuro. Las vestimentas informales parecen haberse perdido para ser reemplazadas por trajes de gala. El silencio eterno en las horas de la siesta fue interrumpido por un murmullo constante, música y ruidos de miles de zapatos pisando el asfalto. En semana santa todo se potencia, se revoluciona. Sevilla se prepara para uno de los grandes eventos en donde salen a la luz y al ojo público espectáculos únicos.

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Un zapateo a los prejuicios

Enrique Morente, uno de los más reconocidos cantautores de flamenco dijo una vez: ‘El arte no debe tener fronteras y el flamenco es una música viva, muy de hoy y que puede perfectamente entroncar con cualquier otro instrumento del mundo’

Venir a España y no escuchar flamenco es como ir a Argentina y no probar el mate o no dejarse deleitar por un buen tango. Es necesario, incondicional para poder entender la cultura española. Creo que no se puede conocer un país del todo si uno no se mete en su cultura a través de la música, el arte, y sus elementos característicos. A pesar de no haberlo escuchado muchas veces, decidí experimentar una noche a puro flamenco y qué mejor que hacerlo en donde nació este ritmo, en Andalucía.

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Eterna extranjera

Ser extranjero implica sentirse distinto de quienes te rodean. Ser completamente ajeno al lugar en el que uno se encuentra. El extranjero se caracteriza por tener la constante necesidad de conocer todo lo que lo rodea. Es curioso, inquieto y apasionado de lo que ve. Es perceptivo y sensorial: observa, toca, oye todo lo que le llama la atención. Muchas veces parece estar buscando algo, tratando de encontrar un objeto perdido con su caminar ansioso y su mapa en la mano. El extranjero se delata, es completamente identificable. Cualquier oriundo que va caminando por su cuidad podría distinguirlo en unos segundos. Ahí va él , encantado y anonadado. Todo lo ve nuevo y diferente mientras otros ni siquiera gastan su tiempo en admirar lo propio. Pero, ¿Cómo se siente un extranjero viviendo en un lugar por más de 160 días? ¿Acaso pierde el encanto por la novedad?, ¿o persiste esa actitud de investigador?

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Perfiles de Buenos Aires

Jueves siete de la mañana. Cielo cubierto de nubes y una lluvia intermitente. Seis grados y un viento que parecía disminuir la temperatura a cero.

Así nos  recibió Madrid a cuatro argentinas que emprendimos nuestro primer viaje a las afueras de Sevilla. El contexto no era muy tentador. En otro momento estas circunstancias me hubiesen llevado a querer un buen desayuno y una siesta eterna. Pero cuando uno viaja a otro lugar las ganas de conocer vencen al cansancio, al malhumor por haber descansado sólo cinco horas arriba de un colectivo y, a la necesidad de querer no hacer nada un día completo.

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