Semana para el recuerdo

#MeVoyDelPaís

Sevilla en semana santa deja de ser, un poco, Sevilla. O por lo menos, esa Sevilla que yo venía viviendo. Quedó atrás aquella ciudad serena y pintoresca que merece ser conocida con tranquilidad. Ya no existen esas calles casi vacías en donde uno camina sin apuro. Las vestimentas informales parecen haberse perdido para ser reemplazadas por trajes de gala. El silencio eterno en las horas de la siesta fue interrumpido por un murmullo constante, música y ruidos de miles de zapatos pisando el asfalto. En semana santa todo se potencia, se revoluciona. Sevilla se prepara para uno de los grandes eventos en donde salen a la luz y al ojo público espectáculos únicos.


En Buenos Aires, mi semana santa consistía en tres días hábiles y dos feriados. El domingo por la tarde festejaba pascua con amigos y familia e iba a misa. Algún que otro año me tome unas vacaciones expréss, pero no mucho más que eso. Sin embargo, apenas llegue a España me di cuenta que no festejaría de la misma manera. Muchos me anticiparon que en esta ciudad se vive de otra manera pero nunca me dieron tantos detalles. Así que sin mucha idea de con que me encontraría, decidí dejarme sorprender por las tradiciones locales.
Para empezar, en España es feriado toda la semana. Por eso, los festejos comienzan el domingo anterior y duran exactamente siete días. Pero los preparativos se hacen notar semanas antes. En cada esquina, había carteles que invitaban a los ciudadanos a quedarse en la ciudad y aseguraban que era el mejor lugar en donde pasar los siguientes días. Sus veredas se llenaron de sillas de madera que miraban hacia la calle y formaban cinco filas de cada lado y ocupaban varias cuadras. Delante de ellas, unas barandas forradas de telas en colores oscuros bordeaban los cordones formando una especie de pasarela en la calle. Caminar por el centro se volvió una odisea. Los balcones fueron decorados con terciopelo y estaban en alquiler para cualquier interesado que quisiera tener una vista panorámica del evento. Los precios de las atracciones típicas empezaron a subir, lo cual indicaba que el turismo se haría presente. La ciudad comenzó a tomar otro color. Todo parecía indicar que algo grande estaba por venir pero todavía no podía distinguir que era.
Después de tanto trabajo, llego el momento de conocer el famoso evento. En Sevilla el mayor espectáculo en esta festividad son las procesiones llevadas a cabo por distintas hermandades o grupos. Cada uno de ellos tiene fijado un día y horario determinado. Así que consulte los horario y dejándome llevar por el azar elegí una y me dirigí hacia la dirección que indicaba la guía.
Antes de llegar al lugar pautado, se podía escuchar de lejos el ruido de tambores. Cuanto más me acercaba el sonido iba incrementando y el número de instrumentos se multiplicaba. Policías y vallas impedían el paso a cualquier auto o colectivo y dejaban entrar solo a aquellos que iban caminando. Todo mi alrededor se encontraba lleno de gente. Lo sorprendente fue que todos ellos estaban vestidos de forma muy elegante. Era casi imposible distinguir alguien de jean y remera, excepto yo. Parecía que todos habían esperado esta fecha para estrenar sus mejores trajes o vestidos, hasta los más chicos. Nada parecía haber estado pensado y pautado desde hacia tiempo. La muchedumbre se dirigía hacia la misma dirección que yo y parecía no dispersarse nunca.
Opté por acelerar mis pasos y esquivar a algunos grupos de turistas que parecían no avanzar. Llegué en el momento justo. La gente ya estaba acomodada en su lugar esperando que empiece la procesión. Algunos estaban sentados en las sillas que estaban junto a la calle y les ofrecía una vista inigualable. Atrás me encontraba yo, junto a aquellos que se acomodaban en los pocos espacios que encontraban disponibles. Arriba mío se asomaban unos ojos curiosos sobre los balcones de los edificios cercanos. El ruido de unos redoblantes indicaba que había comenzado el esperado espectáculo. A lo lejos divisé una orquesta cuyos integrantes estaban vestidos de traje azul y blanco. Todos formaban filas perfectamente alineadas y cada uno tocaba un instrumento distinto. Al redoblante se anexaron trompetas, flautas, platillos y tambores y juntos conformaban una música solemne que acompañaba a los peregrinos que venían detrás. Al verlos, me llamó mucho la atención la manera de vestirse. Todos ellos llevaban una túnica de color blanco con un escudo en el pecho que representaba a la hermandad a la que pertenecían. Pero lo más sorprendente era que sobre su cabeza tenían un sombrero triangular de color negro que tapaba sus caras y sólo dejaba ver sus ojos a través de dos agujeros especialmente diseñados para eso. Era prácticamente imposible distinguir quien se encontraba atrás de ese vestuario. Los rasgos característicos de cada persona quedaban censurados por esa tela negra que enmascaraba su cara y los volvía a todos iguales. Debo admitir que, en un principio, me impacto mucho esa imagen. No lograba entender por qué escondían sus caras y usaban un vestuario tan extraño e inusual. Decidí preguntar a los que me rodeaban, quizás ellos tendrían la respuesta a alguna de mis dudas. Me explicaron que, tradicionalmente, los penitentes realizan una promesa ante Dios y para que se cumplan se ‘esconden’ debajo de aquel sobrero y vestido para no ser reconocidos y para que se cumpla lo que pidieron. De alguna manera simulan acompañar a Cristo en su pasión, dejando su identidad anónima. Algunos, más comprometidos, dejaron de lado los zapatos y caminaron en medias o directamente descalzos. De esta forma, lo único que pude ver eran sus ojos. Ni más ni menos. Pero mirarlos atentamente basto para poder distinguir unos de otros. De lejos hubiese sido imposible. En sus manos llevaban velas y cruces. Los más chicos cargaban canastas con caramelos y estampitas que repartían al público que los miraba. Detrás de ellos se asomaba una especie de carroza inmensa. En ella había imágenes de la virgen y otras figuras bíblicas. Estaban decoradas con velas, flores y telas de distintos colores. Su imponencia me dejó atónita. Al acercarse hacia donde me encontraba, no distinguí un motor o ruedas que posibilitaran sus movimientos; sino unos cuantos pies que se asomaban debajo de la carroza. Semejante estructura era acarreada por un grupo de personas que la llevaban en sus espaldas. Sus pasos lentos demostraban la fuerza que requería cargarlo, sumado a la imposibilidad de ver por donde caminaban. Solo sus pies se asomaban, el resto del cuerpo quedaba debajo de la carroza. Eran guiados por algunos penitentes llamados “diputados’” que les indicaban la dirección. Tan sólo pensar en el esfuerzo físico que requiere cargar con semejante estructura me provoco escalofríos. Sentí fascinación por ellos. De alguna manera envidié su fe y cultura que los lleva a hacer ese ritual. Fue ahí cuando no intente entender nada más. Me di cuenta que nunca lo comprendería. Hay que ser parte de esa creencia para dejar de lado la pereza y someterse a ese sacrificio. Una vez que pude percibir su entrega hacia lo que creían tan firmemente fue cuando deje de pensar y me entregue completamente a la experiencia.