Por: Paula Echeverria
París sin La vie en rose no es París. Caminar por sus calles te lleva automáticamente a escuchar esas melodías. Por eso, te invito a escuchar esa canción mientras lees este post.
Una pareja estadounidense llega a París y sale a recorrer la ciudad. Los dos frenan en un puente mirando al rio. Después de admirar el paisaje, Gil se dirige a Inez y le dice: “¡Esto es increíble! No hay ciudad como esta en el mundo, nunca la hubo.”
Esta escena de Medianoche en París podría resumir lo que pienso de ese lugar. Me resulta muy difícil poder encontrar palabras para describirlo. No sé por qué siento que los adjetivos no alcanzan, que con ellos no logro transmitir una imagen de lo que vi.
Desde todo punto de vista, es una ciudad única. Bastó con salir a la calle para que me asombre. La primera imagen que obtuve fue la de una ciudad distribuida de forma impecable. Cada cosa parece estar en su lugar por algún motivo, nada parece casual. Hasta la misma gente que va caminando por la calle, vestida muy elegante de pies a cabeza, parece seguir una coreografía cuya escenografía es envidiable. Ahí me encontraba yo, un poco desentonada ante semejante perfección.
Seguí mi camino pautado para ese día y el asombro nunca desapareció, de hecho iba aumentando ante cada cosa que veía. Ni hablar cuando me topaba con sus monumentos que parecían ser de otro mundo. Entre ellos, el Arco de Triunfo, ubicado en el medio de la famosa avenida Champs-Élysées. Me sorprendió por su grandeza pero también por lo impecable en sus detalles.
El palacio de Versalles, el hogar de los últimos reyes de Francia, María Antonieta y Luis XVI, está formado por un inmenso terreno que incluye un edificio gigante rodeado de oro por fuera y unos jardines gigantes con estanques y esculturas. Dentro hay cientos de cuartos decorados con distintos objetos siempre llenos de lujo. Por un momento, me gustaria ser parte de esa época y ver cómo vivía la realeza.
Siguiendo por la catedral de Notre Damme; el Museo del Louvre, donde habitan grandes obras de arte como la Mona Lisa, Venus de Milo y Victoria de Samocracia; y la iglesia de Sacre Coeur, ubicada en el barrio de Montmatre, un lugar ideal para perderse por sus calles angostas, llenas de bares con mesas afuera y artistas en las plazas que retratan a los turistas que pasan por ahí.
Todos estos lugares monumentales hacen de París una ciudad sublime. Sin embargo, el refinamiento de esta ciudad también se palpa hasta en las cosas más cotidianas. En cada cuadra hay una pattisierie, pintada de colores claros y con vidrieras donde exhiben sus productos. Al verlos dan ganas de probar cada una de esas delicias que parecen estar sacadas de un libro de repostería. Creo que todos los que pasan por ellas quieren darse el gusto de probar algo, es imposible resistir esa tentación.
Y finalmente, como en todo rincón del mundo, en París se empezó a hacer de noche. Esto no implicó el fin de mi recorrido, sino todo lo contrario. Las luces de las calles y de los autos se prenden, la gente se va dispersando y el frio se impone sobre el Rio Sena. La Torre Eiffel se llena de luces que titilan ante un público sorprendido y eufórico. Todo parece empezar a preparase para darle la bienvenida a la noche. Cuando comienza a bajar el sol y el cielo se tiñe de colores rojizos la ciudad ofrece su mejor postal.