Un zapateo a los prejuicios

#MeVoyDelPaís

Enrique Morente, uno de los más reconocidos cantautores de flamenco dijo una vez: ‘El arte no debe tener fronteras y el flamenco es una música viva, muy de hoy y que puede perfectamente entroncar con cualquier otro instrumento del mundo’

Venir a España y no escuchar flamenco es como ir a Argentina y no probar el mate o no dejarse deleitar por un buen tango. Es necesario, incondicional para poder entender la cultura española. Creo que no se puede conocer un país del todo si uno no se mete en su cultura a través de la música, el arte, y sus elementos característicos. A pesar de no haberlo escuchado muchas veces, decidí experimentar una noche a puro flamenco y qué mejor que hacerlo en donde nació este ritmo, en Andalucía.

Justo antes de llegar a ‘La Carbonería’, donde se llevaba a cabo el espectáculo, intenté recordar cuántas veces había escuchado flamenco. Debo admitir que no pude recordar alguna vez, de hecho ninguna. Sabía sobre qué trataba por cultura general pero nunca me detuve a escucharlo de forma concentrada. Me sentí bastante decepcionada ante ese recuerdo. Si alguien me hubiese preguntado qué pensaba del flamenco habría contestado que no me gustaba pero si me preguntaba por qué, honestamente me quedaba sin palabras. Mi ignorancia me resultó irritante. Nada peor que una crítica sin fundamento. Así que decidí dejar de lado cualquier opinión al respecto y dejar mi mente en blanco, abierta a la nueva experiencia. Era momento de dejarme deleitar y construir una nueva concepción de este ritmo al verlo con mis propios ojos.
El mapa indicaba que el destino estaba cerca pero no lograba encontrarlo. En Sevilla, las calles cambian de nombre cada dos o tres cuadras y muchas de ellas conducen a un lugar sin salida. Justo en esa encrucijada de caminos se encontraba ‘La Carbonería’. Tan cerca pero lejos. Eran pocos los vecinos que podían especificarnos el camino a seguir. Opté por seguir a un par de turistas que parecían llegar a esa dirección y, tal como lo recomendó mi intuición, finalmente llegué. De haber ido sola nunca lo hubiese encontrado, no había ningún cartel o señal que indique su nombre. La fachada se limitaba a una puerta de madera rodeada de paredes blancas. Siguiendo los pasos de mis guías, ingresé sintiendo que había llegado a un domicilio privado. Lo primero que vi fue un ambiente de techos muy altos pero acogedor. Un olor a leña me dio la bienvenida e instantáneamente me sentí en una casa de campo, de esas que uno tiene ganas de escaparse en pleno invierno. Las paredes estaban decoradas de pinturas por donde se las mirara. Todas ellas aludían a la música, especialmente al flamenco. Ingresé al salón principal que estaba lleno de gente, casi no había lugar para sentarse. Los ojos de los presentes se dirigían a una dirección específica. Al seguir su mirada vi que en uno de los laterales había un escenario bastante chico donde había tres sillas en fila. Rápidamente esos lugares fueron ocupados por los tres artistas. Cada uno de ellos jugaba un papel fundamental. Era el número justo.
El show comenzó con un solo de guitarra que marcaba el ritmo de la canción. Era el único instrumento presente y no hizo falta ninguno más. Cualquier otro hubiese quedado en segundo plano. Su música provocó que el espectador entre en clima al instante. Tras unos segundos de introducción, la voz de un hombre comenzó a sonar. El canto del flamenco es completamente diferente a la de cualquier otra música que escuché antes. No sólo es particular por el modo de cantarlo, también me impresionó la concentración y la pasión con la que se lleva a cabo. Requiere talento de verdad. Impactaba al público con la forma de cantar tan característica de este ritmo que alarga las últimas sílabas de algunas palabras y sigue una melodía que parece temblar. La música iba acompañada por sus pies golpeando contra la madera del escenario y unos aplausos. La melodía provocada por la coordinación de la voz, la música y la percusión con el cuerpo me tenía asombrada. Pero todavía faltaba más. De pronto, la última integrante del grupo se levantó de su silla y se situó en el centro del escenario. Llevaba puesto la vestimenta típica de este ritmo: un vestido de color verde largo rodeado de volados en los brazos y piernas que marcaban su imponente figura, una flor grande que rodeaba su pelo marrón y zapatos colorados de punta redonda. Hubo un silencio inmediato. Parecía que todos los presentes hubiesen quedado hipnotizados ante su presencia. Con la mirada puesta en un punto fijo, la mujer comenzó a bailar siguiendo la música de la guitarra y el canto conmovedor de su compañero. Todo su cuerpo se movía acompañando el compás. Por momentos parecía que cada parte parecía estar desarticulada una de otra. Sus brazos, manos, piernas, cintura se agitaban de forma incesante. Pero todos ellos, en conjunto, formaban un baile envidiable.
De pronto, los movimientos de los dedos sobre las cuerdas de la guitarra se agilizaron y parecía que apenas las rozaba. Los aplausos se volvieron más fuertes, casi no había silencio entre uno y otro. El flamenco estaba entrando en calor. El ritmo parecía desafiar el cuerpo de aquella bailarina. Pero ella no se quedo atrás y comenzó a acelerar cada uno de sus movimientos. La rapidez con la que se movía parecía exceder la capacidad humana. En ese momento de euforia musical, el protagonismo se redujo a una parte que parecía ir más rápido que todo lo demás: los pies. Mi vista se enfocó en ese sector y quedé impactada. Sus dos pies se movían por separado marcando un ritmo prácticamente imposible de seguir. El talón y la punta de sus zapatos marcaban distintos tiempos. Ella se levantó su vestido hasta las rodillas para que el público se pudiera deleitar con esos movimientos. Cualquiera que estaba allí debe haber envidiado la forma en que esa mujer podía bailar. No podía dejar de mirarla. Mis ojos no querían pestañar para evitar perder un segundo de aquel espectáculo. El ritmo de la música llego a ser tan rápido que parecía que la mujer no iba a poder con él. Pero ocurrió todo lo contrario. De un momento a otro, la música comenzó a bajar y de pronto terminó. En ese instante la mujer realizó un último zapateo y se quedo quieta con las manos en la cintura, mirando hacia el mismo punto fijo al que nunca le quito la vista. El público estalló en aplausos.
Y ahí estaba yo, entre ellos, sin poder dejar de aplaudir ante semejante demostración de talento. En ese momento, mi pobre percepción del flamenco cambió por completo. Me llené de emoción ante ese baile. Me impactó la pasión con la que los músicos lo interpretaron. El flamenco implica entusiasmo, fogosidad y vocación. Hay que verlo para entenderlo y hay que conocerlo para comenzar a disfrutarlo.