Brama la arena en Sevilla

#MeVoyDelPaís

Si hay algo que rescato de Sevilla es que nunca me deja de sorprender. Cuando ya parece que no hay más por conocer, surgen nuevas actividades. La gran mayoría de ellas son de imprevisto. No hay tiempo para pensar o debatir, simplemente acepto la propuesta y me entrego a la experiencia.

El reloj marcó las seis y veinte de una de las tardes más calurosas de la primavera sevillana. Una multitud rodeaba la intersección de las calles Paseo de Cristóbal Colon y Antonia Díaz. Sus vestimentas daban un indicio de la formalidad del evento al que asistían. Camisas y pantalones, vestidos, polleras largas y sombreros. Casi todos eran interceptados por ansiosos vendedores ambulantes que buscan vender alguno de sus diversos productos. Pero eran pocos los que frenaban ante ellos. De a poco, la masa se fue disipando en las once puertas de ingreso a la Plaza de Toros de la Real Maestranza.  Algunos principiantes, como lo era yo, observamos los  tickets en busca de nuestra ubicación. Mi sector se encontraba justo del otro lado del circular estadio así que agilice el paso para llegar antes de que comience el evento. Una vez dentro el acomodador señalo el asiento y, al sentarme, me detuve a observar el lugar. Un escenario compuesto de arena era el centro de atracción de los espectadores. Las tribunas estaban repletas. Parecía que no había más lugar para los que seguían ingresando. Los 38 grados de temperatura eran combatidos con abanicos que, de lejos, parecían seguir una coreografía al ritmo de una música muy rápida. El murmullo era el sonido ambiente por excelencia. Al llegar la hora de inicio comenzaron a sonar los instrumentos de una orquesta. Su irrupción calló automáticamente el bullicio. Los ojos del público se fijaron en el centro del estadio y el silencio reinó la escena. Era claro, era momento de que comience el espectáculo.

Los primeros en pisar el escenario  fueron los toreros. Elegantes de pies a cabeza ingresaron triunfantes. Sus característicos trajes parecían brillar al rayo del sol.  Tres de ellos eran los protagonistas y, para ser distinguidos, tenían su vestimenta de color dorado. Cada uno estaba junto a sus tres acompañantes que lo ayudarían durante su corrida. Todos saludaron a los espectadores con sus manos en alto y se localizaron en sus lugares. Un público expectante les dio la bienvenida con aplausos y chiflidos.

Finalmente, era hora de que comience la primera corrida. El primer torero se ubicó en el centro del escenario junto a sus cooperadores mientras un toro ingreso al estadio. Ante su presencia la gente abucheo. Perdido y absorto miró para todos lados y dio vueltas, completamente inconscientes de donde estaba y, mucho menos, de lo que le ocurriría. Fue en ese momento cuando me detuve a pensar lo que estaba viendo. Me sentí en otro tiempo, como si hubiese sido tele transportada a un pasado muy lejano en donde los espectáculos de este tipo era cosa de todos los días, así como los que se llevaban a cabo en el Coliseo, o los que se ven en películas como El Gladiador. Pareciera que el estadio entero había hecho oídos sordos a la modernidad que se vivía afuera para adentrarse en un universo dejado atrás por el paso de los años. No sé por qué, nunca relacione estos espectáculos a la contemporaneidad. Nunca imagine al hombre moderno en ellos. Pero, en cuanto fui parte, me di cuenta lo equivocada que estaba. Ese hombre que vive en el tiempo actual, a la hora de ser espectador de las corridas, parece no diferenciarse en nada del público de cientos de años atrás. Ese espíritu entusiasta no se modifico, sino que se mantuvo congelado hasta hoy en día. Se involucraron completamente con el evento. Se escucharon críticas, aplausos y felicitaciones. Esa típica ‘ciclotimia’ del autentico fanático de un deporte.

En medio de todo eso me encontraba yo. Una autentica turista, una especie de espía que comprendía poco todo lo que pasaba alrededor, ajena al entusiasmo y fervor de los espectadores. Mire a mis alrededores en busca de algunas respuestas. Me explicaron que el espectáculo consiste en que un grupo de expertos toreros lidien con un toro temerario. Para ello se siguen determinadas etapas que están regidas por estrictas reglas. La corrida finaliza con la muerte del toro. Una vez que  me pude despojar de algunas dudas, me dediqué a observar atentamente lo que estaba sucediendo en el escenario. Uno de los toreros se encontraba en el centro de la escena. En sus manos llevaba la tradicional capa roja. Parado con la elegancia propia de algún miembro de la realeza estiro sus brazos hacia un costado, extendiendo así la capa perpendicular a su cuerpo, y llamó al toro. Las miradas de ambos se encontraron. Sin moverse de su  galanura, el torero lo llamó una vez más. El toro, con un paso acelerado, se fue acercando hacia la tela roja con la clara intención de capturarla. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca el torero levantó sus brazos y la tela subió. El toro rozó la cadera y las piernas del torero. El estadio entero estalló gritando ‘Ole’.  El hombre siguió sin modificar su postura, manteniendo la cabeza en alto y el cuerpo con actitud triunfante. Pareció no ser consciente de lo cerca que estuvo de el animal. El toro, atónito, siguió en búsqueda de la capa. El torero lo volvió a enfrentar y, una vez más, lo aclamo sacudiendo la capa. El animal se desesperó y fue al ataque. Pero la frustración se hizo presente cuando el torero volvió a levantar la capa. Esta vez el toro, mientras buscaba la tela, había rodeado casi todo su cuerpo. Y ahí estaba el torero, inmóvil. Los espectadores, esta vez más fuerte, gritaron: ‘Ole’.  Sin ningún tipo de miedo, el torero le dio la espalda al toro y saludó a su público que estalló en aplausos.

Mientras veía esta escena, no podía creer lo que estaba pasando. Me hizo creer que estar cerca de ese animal indomable parecía fácil. Apenas unos centímetros, o ni siquiera eso, separaba a uno del otro. No cabía ninguna duda quien, si quisiera, podría destruir al otro. La fuerza y el peso del animal eran inigualables al del humano que lo intentaba dominar. Sin embargo, sucedió todo lo contrario. Aquella pequeña figura que yo divisaba de lejos estaba llena de templanza, seguridad y concentración. Parecía demasiado enfocado en domarlo que no cabía lugar para el miedo.

Después de dos horas y media de duración finalizaron las seis corridas. Sin dudas fue uno de los eventos que más sentimientos encontrados me genero. Por momentos lo vi un poco retrogrado y violento. Pero, en otros aspectos, me sorprendió positivamente. La corrida de toros es uno de los entretenimientos culturales más antiguos de España. Gran parte de su población la fomenta y, muchos otros, la critican pero sea cual sea la postura que se tome, es un espectáculo en si mismo que es parte de los orígenes y la cultura de este país. Y, como tal, no puede ignorarse.