“La edad nos trae una buena cosa que es una cosa mala, nos calma, y las tentaciones, incluso las imperiosas, nos resultan menos urgentes”.
Esto escribe, en alguna página de “Historia del cerco de Lisboa”, José Saramago.
Y el post de esta semana va dedicado a mi amiga Lucía, de quien tengo la fortuna de recibir, desde Lisboa, unos mails de esos que da placer leer. Les comparto, sin permiso, lo que fueron sus primeras impresiones sobre esta ciudad portuguesa:
“Lisboa es iluminada. Las veredas son de piedra blanca con dibujitos formados en piedra negra. Esa misma vereda que se ve en Copacabana, en Rio, viene de los portugueses. Es medieval, cilíndrica, antigua, similar a cualquier otra ciudad europea aunque más austera, auténtica, menos estetizada, con almacenes, carteles de antiguas lecherías, zapaterías de barrio, esas donde se compran zapatillas, Buenos Aires está lleno de esos lugares. También es coqueta, pintoresca, colorida, verde. Tiene mar, lindas playas y sierras, está construida sobre las sierras, se sube y se baja por las calles. Es romántica y nostálgica. La comida es buenísima y el café rico. Está lleno de cafés y librerías. La gente es amable. El señor sentado al lado mío en el avión me charlaba y cuando le conté por qué iba, no sólo me dio su teléfono para que le preguntáramos lo que fuera necesario sino que me acompañó a buscar la valija y hasta se disculpó por el clima: llovía a cántaros”.