Por: Claudia Peiró
Uno de los jardines más lindos de París –y el más extenso- es poco conocido por los turistas. Para los argentinos, debería ser visita obligada, ya que una de sus calles internas lleva el nombre del general San Martín. Ubicado en el noreste de la ciudad, es impactante por su estética y tiene una historia singular: patíbulo y antro de mala muerte hasta el siglo XIX, fue transformado en tres años en un paseo encantador destinado a las “clases populares”.
Se llama Parc des Buttes Chaumont y está fuera del circuito tradicional, el que va de la Torre Eiffel o del Arco de Triunfo hacia el Barrio Latino, bordeando el Sena, y que permite ver casi todo lo más espectacular de la ciudad (los Inválidos, el Louvre, Notre-Dame, la isla Saint-Louis, los puentes del Sena, etcétera, con algún desvío hacia Montmarte). Sin embargo, y aunque se tenga poco tiempo, vale la pena el desplazamiento hasta el distrito 19, donde está ubicado.
Es el de mayor superficie de todos los jardines de París, me refiero a los que están dentro de la capital propiamente dicha, es decir, excluyendo los bosques lindantes (Vincennes y Boulogne). Se extiende sobre 25 hectáreas y tiene unos 2.700 árboles, además de grutas, cascadas y fuentes. Sus fuertes desniveles –se eleva hasta entre 80 y 100 metros- también hacen a su encanto y contribuyen a la sensación de estar y no estar en la ciudad.
Buttes significa lomas y Chaumont es una contracción de monts chauves, montes calvos, nombre que deriva del aspecto que presentaba el lugar antes de convertirse en un verde jardín.
De sitio maldito en la Edad Media a escenario de los últimos combates de las tropas napoleónicas contra la Restauración en 1815, pasando por teatro de la resistencia y derrota de la Comuna en 1871, las Buttes Chaumont han conocido enormes transformaciones.
En las inmediaciones de lo que hoy es el parque, hubo por varios siglos un inmenso patíbulo, llamado Gibet (horca) de Montfaucon. Un edificio siniestramente ingenioso que permitía ahorcar hasta a 50 infelices por vez o, mejor dicho, exhibir 50 cadáveres colgantes en simultáneo. La imagen lo dice todo. Estas horcas patibularias estaban formadas por columnas de piedra entre las que se colocaba una viga de madera horizontal a la que se ataba la soga para ahorcar a los condenados. Generalmente se elegían sitios elevados para construirlas, de modo que fueran visibles desde lejos, a modo de advertencia a los vivos.
Veamos la descripción que de “esa plataforma que los pies no tocaban” hace Víctor Hugo en su novela Notre-Dame de Paris: “Un horrible perfil en el cielo era el de este monumento; sobre todo de noche, cuando había un poco de luna sobre esos cráneos blancos, o cuando la brisa nocturna rozaba cadenas y esqueletos y movía todo eso en las sombras”.
Una ironía de la historia es que el funcionario que mandó a erigir Montfaucon fue ahorcado a su turno en el lugar. Para los que leyeron la saga Los Reyes Malditos, o para los muy conocedores de la historia de Francia, se trata de Enguerrando de Marigny (c. 1265-1315), estrecho colaborador del rey Felipe el Hermoso (de Francia, no confundir con el español), un personaje sobre el que volveré (en un futuro blog).
Pese a su atmósfera maloliente, el lugar era muy concurrido y hasta había antros de “diversión” nocturna en sus alrededores. Hay que tener en cuenta que las ejecuciones eran uno de los espectáculos con mayor público en la época medieval. Las últimas ejecuciones en Montfaucon tuvieron lugar hacia 1629. En 1760 el edificio patibulario fue destruido.
Después de la Revolución, se inició la explotación de las canteras de yeso de esos terrenos ondulados, y la población de París se fue extendiendo hacia allí. Sin embargo, no mejoró mucho la reputación del lugar.
Hasta 1860, cuando se inicia su transformación, la zona era muy poco recomendable para la gente decente. Era allí donde los descartes del matadero eran secados para fabricar abono, además de servir como cementerio de caballos, descarga de desperdicios y refugio de malvivientes.
Hay que decir que, como otras tantas cosas admirables de París, la existencia del parque de las Buttes-Chaumont se la debemos a un Bonaparte. En este caso, Napoleón III, sobrino de Napoleón Bonaparte, quien, en vísperas de la inauguración de la Exposición Universal de 1867, incluyó la creación de jardines para las clases populares en su plan de embellecimiento de París. La iniciativa de Napoleón III transformó radicalmente el lugar.
Lo que era un paisaje lunar, por lo blanco e irregular, se convertiría en tres años en un impactante jardín, con grutas, lagos y cascadas. El terreno accidentado de las “buttes” fueron la inspiración de su diseñador, el ingeniero Jean-Charles Alphand, a quien el barón Haussmann, uno de los funcionarios más célebres de este Segundo Imperio, encargó el trabajo que se inició en 1864 y concluyó en 1867.
El resultado es verdaderamente impactante. El parque posee una cascada de 32 metros y hasta un templo que imita el de la Sibila en Roma. Entre las especies de árboles –varios ya centenarios- que pueden verse allí, además de los sauces, castaños y plátanos, hay sequoias y sóforas.
Para conseguir este milagro de transformación, Alphand no sólo apeló a su imaginación, sino que también hizo traer toneladas de tierra, arena, roca y otros elementos de relleno para cuyo transporte hubo que instalar un ferrocarril de 39 kilómetros. Unos mil operarios participaron de los trabajos.
En 1926, la antigua ruta Fessart-Secrétan, que atraviesa el parque, tomó el nombre del General San Martín, para hacerle compañía a la avenida Simón Bolívar que lo bordea.
Casualmente, en otro parque diseñado también por Jean-Charles Alphand, el de Montsouris, ubicado en simetría a las Buttes, en el otro extremo de la ciudad, al sur, se encuentra la estatua ecuestre de San Martín, réplica de la que adorna casi todas nuestras plazas. Este homenaje parisino es más conocido por los argentinos que el de Buttes Chaumont.
Debo admitir de todos modos que siempre sentí una secreta envidia por el emplazamiento privilegiado de la estatua ecuestre de Simón Bolívar en París. Es imposible no verla, a diferencia de la de San Martín, instalada en un sitio bien excéntrico como Montsouris. Además de su tamaño imponente, la de Bolívar está ubicada en el extremo de uno de los puentes más lindos y elegantes del Sena, el Alexandre III, en la 8ª circunscripción. Un lugar de paso casi obligado, no sólo para los turistas, sino también para los locales.
Me atrevería a decir incluso que, para el gran público, San Martín es menos conocido en Francia que Bolívar. Sin embargo, el general argentino residió en París durante casi dos décadas, de 1830 a 1848, y no tuvo allí una vida tan retirada ni alejada de las cosas públicas como se cree. Al contrario, según un libro de reciente aparición, frecuentó la alta sociedad parisina y cultivó en particular la amistad de uno de los hombres más ricos de Francia, el banquero español Alejandro Aguado, un bon vivant, mecenas de artistas y en particular de la Opera de París. El general fue convocado a la corte de Luis Felipe de Orléans y en ocasión del bloqueo anglo-francés al Río de la Plata una carta suya fue leída en el Palais Bourbon, sede de la asamblea de diputados.
Una clave posible sobre esto la encontré en lo que un sorprendido Juan Bautista Alberdi escribió luego de conocer al Libertador en París: “(San Martín) habla sin la menor afectación, con toda la llanura de un hombre común. Al ver el modo como se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así. (…) La última enseña que hay que agregar a un pecho sembrado de escudos de honor, capaz de deslumbrarlos a todos, es la modestia. He aquí la manía, por decirlo así, del general San Martín; y digo la manía porque lleva esta calidad más allá de lo que conviene a un hombre de su mérito. (…) El actual Rey de Francia, que es conocedor de la historia americana, (…) supo que (San Martín) se hallaba en París desde largo tiempo. Y como el Rey aceptase la oferta que le fue hecha inmediatamente de presentar ante Su Majestad al general americano, no tardó éste en ser solicitado con el fin referido; pero el modesto general, que nada tiene que hacer con los reyes y que no gusta de hacer la corte, ni de que se la hagan a él; que no aspira ni ambiciona a distinciones humanas, pues que está en Europa, se puede decir, huyendo de los homenajes de catorce Repúblicas, libres en gran parte por su espada, que si no tiene corona regia, la lleva de frondosos laureles, en nada menos pensó que en aceptar el honor de ser recibido por S.M. y no seré yo el que diga que fuese hecho mal en esto”.
A diferencia del venezolano, a San Martín no le atraían “las luces del centro”, es decir, la figuración. Jamás hizo referencia a su amistad con Alejandro Aguado en vida de éste, seguramente para ahorrarse nuevas habladurías y calumnias desde el Plata, y fue siempre extremadamente parco en sus manifestaciones públicas y privadas sobre los hechos que le valieron la gloria.
Miguel de Unamuno lo explicó de este modo: “A cada hombre puede juzgársele por sus lecturas favoritas.: Don Quijote leía libros de caballería; Bolívar a Rousseau y San Martín apacentaba su espíritu con la lectura de Plutarco”.
POSDATA: La estatua de Bolívar no estuvo siempre en su privilegiada ubicación actual. Fue trasladada allí en 1979, desde la Porte de Champerret, su emplazamiento original, en un extremo de la ciudad. Desconozco el motivo. Si Bolívar y San Martín están juntos en el Parc des Buttes Chaumont, ¿por qué no…? En fin, tarea para la embajada argentina.