No sé ustedes, pero yo tengo pánico a manejar en la ciudad. Casi terror. Siento que si me pongo atrás del volante voy a convertirme en un histérico que le aventará el carro a los demás, que chocará contra los que rebasan de forma abusiva, que me bajaría a liarme a golpes con todos los que te mientan la madre en el camino y los transeúntes que se cruzan la calle cuando tienen el semáforo en rojo; contra los policías que sólo buscan extorsionarte y los grulleros que como hienas quieren darte una lección de “civilidad” a cambio de mil pesos. Abróchate el cinturón, pon la direccional, acelera, estaciónate bien, deja pasar, activa la alarma, ¿ya pagaste la mensualidad?, ¿cómo estás de gasolina?, ¿derecha o izquierda?, “permítame su tarjeta de circulación”. No lo puedo resistir.
La otra vía que me quedó tras decidir no manejar es viajar en el transporte público. Antes me servía para leer algunos libros, pero ahora me la paso leyendo Twitter y Facebook desde el teléfono. Ocupar mi poco tiempo libre para “actualizar“ mi estado online como si a alguien le importara. Poco a poco me he dado cuenta que no soy solo yo; muchos viajan en el mismo mood que yo: replicantes conectados -con o sin audífonos- a unas máquinas llamadas smartphones que conducen a realidades paralelas más interesantes que la presencial.
Explica Carlos Mario Yory (Ciudad y Posmodernidad) que a diferencia del flaneur baudelariano que “descubre el carácter embriagador y alienante de vivir en medio de la muchedumbre conservando y cultivando el anonimato, el replicante quiere hacer valer su derecho a “ser nadie” para que lo dejen en paz”. ¿Qué sucedería si realizamos una cartografía de la ciudad de México basada en los insomnios y ensoñaciones de sus habitantes? ¿Qué revelaría sobre lo que pensamos en conjunto como moradores de esta Mostrópolis?
“La ciudad de México –dice Vicente Quirarte:- un gran espacio hechizado, con un tratamiento donde lo fantástico alcanza alturas poéticas”. Qué lejos quedó todo eso pues han sido borradas las historias urbanas de las novelas fantasmagóricas del siglo XX con aplicaciones descargables en Apple Store que engullen a la neo Tenochtitlan en un aparato telefónico con sus 148 mil 655.32 hectáreas de extensión territorial y sus 8 millones 851 mil 80 habitantes. Una variación tecnologizada de lo que comentaba Paul Virilio cuando decía de que uno lleva siempre consigo el mapa mental de una ciudad tras perderse en sus callejuelas y secretos. Por eso tampoco quiero manejar; quiero recorrer la urbe a pie, guardarla, hacerla móvil y llevármela conmigo cuando esté lejos.