“Aquí todo cuesta, no se regala nada”

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1:22 A.M.  El Chocho, el jefe de meseros se daba unos jalones de coca en un pequeño cuarto instalado atrás de la gigante barra de un table dance perdido entre casas art decó de la colonia Roma, en la ciudad de México; ese lugar era la bodega de los envases de cerveza vacías; todo el tiempo entraba y salía gente cargando cajas. Era el sitio donde los empleados “de confianza” iban a darse unos pericazos para aguantar el ritmo de la noche que se desplazaba a ritmo de estrobos. Mientras tanto, Juan, el tipo al que le apodaban La Voz  presentaba a las bailarinas con nombres glamurosos, como si se tratara de artistas extranjeras de Hollywood o Broadway. Los meseros se desplazaban por todo el salón como hormigas histéricas para atender a los clientes que abarrotaban el lugar como todos los viernes por la noche.

“¡Ándenle cabrones!, chínguenle, ¡váyanse a robar, robar, robar, que no están aquí porque estén bonitos y buenotes!”, gritaba en medio del reggaetón a todo volumen el jefe de capitanes a sus meseros. Los espejos rebotan la imagen de mujeres desnudas sentadas sobre sujetos panzones. Las mesas más caras de este lugar son los que se encuentran a los lados y enfrente de la pista donde una a una salen ellas a desnudarse ante la voraz mirada de los asistentes que no parpadean en el momento en que la tanga cae rendida a un lado de unas zapatillas de altos tacones, un tubo de metal y las manos de algunos atrevidos que quieren alcanzar su presa. A la mesa de El Comandante siempre llegaba la mejor coca, el mejor whisky. Nunca pagaba la cuenta porque era cortesía de la casa, pero la propina era generosa, por eso su mesero se esmeraba en atenderlo. “Quién crees que trajo este taquito que andas probando?”, presumía a sus compañeros. “Sí, de ese cabrón. No sé de dónde saca siempre diferentes y bien buenas”. Y siempre lo atendía el mismo mesero: El Chocho. Nadie sabía o nadie quería saber cuál era el nombre real de El Comandante, porque “hay cosas que es mejor desconocerlas”, decían los trabajadores que lo atendían.

Dos minutos después se apagó la luz de todo el lugar. Se iluminó en forma circular el tubo de la pista. Tras pausa de unos segundos La Voz anunció a la belleza principal de la noche: “ahora viene con nosotros…..¡¡Star…la diosa… la sensualidad de Cleopatra, la encarnación de Marilyn!!”, casi al mismo tiempo entraba al salón disparado El Chocho que se había encerrado en el pequeño cuarto a meterse otras rayas de cocaína para el momento especial.  El Comandante dio otro trago de su old fashion con hielos y decía salud a sus compañeros de mesa. Star sale parsimoniosa, sus enormes ojos negros consumen toda la energía concentrada en ese lugar y en ese momento y sus caderas rompen la oscuridad con su movimiento. Luz tenue, estrobos, espejos y videocámaras por todas partes. Miradas lascivas, esquivas, toqueteos bajo la mesa. Cuerpos semidesnudos bailando sin gracia en rincones iluminados por miradas que no se perdían ni un detalle de lo que veían. Promesas de amor baratas. Confesiones. Billetes sujetados por tangas. Música electrónica pop rebotando por todos los rincones del lugar. El Chocho, desde la barra comenzó a buscar a una persona entre todas las mesas con la dificultad que imponía la oscuridad. De pronto una voz se encima con la “Tonight, Tonight“, la pista de The Smashing Pumpkins:  “Déjala cabrón, es mi novia”, le gritó El Chocho a uno de los clientes mientras jalaba a la bailarina muy fuerte de uno de sus brazos para llevársela. En ese momento todos voltearon hacia la tercera mesa de la segunda hilera, frente al escenario, para observar cómo se enfrentaban los clientes con el mesero. La chica gritaba “déjame en paz idiota”. Uno de los escoltas de El Comandante amagó con sacar un arma para defender a una mujer en topples. Uno de los capitanes se acercó rápido para intentar detener la situación, pero fue rebotado por un puñetazo anónimo. Mientras esto sucedía Star seguía concentrada en su baile, como si no existiera nada más en esta galaxia que observar la superficie de su piel y su larga cabellera. A unos metros aporreaban al mesero en el piso hasta dejarlo inmóvil. “Bueno ya cabrones”, dijo otro de los capitanes del rable dance, “que siga el show”.

Pobre cabrón, para que se enamora de esa chica, le dijo uno de los clientes a una señora que vendía cigarros sueltos a la entrada del establecimiento, mientras atendían a su lado al mesero. “Esto es el mundo de la sinceridad, aquí no hay mentira, no tienes que engañar a una mujer para irte con ella, sólo tienes que pagar”, le contestó, “aquí lo único que te hace hombre es el dinero que llevas en la bolsa”. Unos rieron, otros se quedaron en silencio. A otros ni siquiera les importo el comentario de la tipa de 50 años con el cabello pintado de rubio que llevaba puesto un vestido rojo. Y es que aquí, en este lugar, no importa nada más que el alcohol, las drogas y las mujeres semidesnudas sentadas en las piernas de desconocidos que salen a la calle en busca de caricias anónimas. Rostros dotados con la facultad de borrarse de la mente de quienes los ven al terminar una canción. “¿O tiene otra opinión usted de esta realidad?”.