Jorge Luis Borges tiene un cuento que se llama “El Inmortal” que habla de un hombre, Marco Flaminio Rufo, a quien le fue revelado en un amanecer de los primeros años de la era cristiana que la muerte podía ser vencida con sólo beber el agua de un río que daba la inmortalidad (“La muerte hace preciosos a los hombres y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último”). Iluminado junta a mercenarios y soldados para ir en busca de ese caudal sagrado. No es fácil la búsqueda. En uno de los desiertos logra escapar de un motín de los hombres que lo acompañan. Pierde el conteo de los días y las noches, pero un día el tribuno romano llega a una ciudad circular “fundada sobre una meseta de piedra”. La rodea. En vano halla la entrada; por azar descubre un laberinto en el interior de una cueva. A la deriva entre estrechos caminos, pasillos sin salida, grutas inacabables y repetitivas. Cuando se descubre caminando delirante y cansado llega a un hueco de piedra iluminado por la luz del día. El cielo es azul. Sube por unas escaleras y pasea como explorador por una solitaria ciudad que le excita y da miedo. Los dioses que la edificaron han muerto, dice de primera impresión. Después corrige: Los dioses que la edificaron estaban locos. Estaba en la Ciudad de Los Inmortales. Si uno de nosotros fuera Marco Flaminio Rufo nos aburriríamos en esa arca de piedra desconectada de la energía eléctrica, sin internet y mapas de georreferenciación.