Por: Martín Guevara
“No sé que hacen cuando no cantan pero sé que cantan bien y hacen muy buena música”- le respondí en una carta a un preso politico compañero de mi padre, con quien también intercambiaba epístola, el cual me había pedido en una misiva que le escribiese la letra de alguna canción de Silvio Rodríguez, a lo cual más como una declaración de gustos que por la imposibilidad de hacerlo, le contesté que no escuchaba la Nueva Trova, sino que me gustaba el rock, Grand Funk , Hendrix y Led Zeppelin, y también los Bee Gees, un grupo pop de moda, le pregunté si los conocía, a lo que me había contestado que no se metía en mis gustos pero que esos por lo general eran drogadictos antisociales y en su mayoría afeminados.
Estaba acostumbrado a escuchar una apreciación similar en casi todos los medios que me rodeaban excepto mis amigos, pero no dejó de chocarme que personas que habían llegado tan lejos luchando contra una sociedad que creían injusta y enmohecida, tratasen de esa forma a un movimiento contestatario que con ahínco se había opuesto al costado cruel del sistema, aportando además una serie de reclamos y logros de pequeñas y enormes libertades individuales.
En efecto el movimiento hippy surgió como alternativa a la sociedad de consumo, sin ideologías ni intenciones de toma de poder ni de conciencia de clases, sino con un mensaje más sencillo y eficaz, haz el amor no hagas la guerra portando como sello identitario y carta de presentación la música rock, y un aspecto colorido, de un desaliño meticulosamente cuidado, los pelos largos y la vida en comunidad. Y más allá de este movimiento, el rock surgió como el grito de una generación que tenía varios reclamos: el paren la guerra o el no al consumo, la libertad de las personas, la libre elección de modo de vida, además de enriquecer como nunca antes , la cultura popular universal y por supuesto el sexo libre, el besemonos , babeemonos y follemonos entre todos.
Fue devorado por el mercado, por el mismo consumismo que en un principio aborrecía, el sistema que inicialmente encontró en aquellos jóvenes una actitud contestataria peligrosa aunque pacífica, desestabilizadora del status quo, subversiva si se llegaba a imponer como modo de vida, terminó fagocitándolo, incorporándolo al consumo, dándole la posibilidad de revestirse de lujos, pero aún así el rock triunfó en gran medida, ya que la sociedad aceptó finalmente su estética, y una nada despreciable cuota de libertades individuales, unido a un modo de hacer arte distinto, estridente, diáfano, donde tenían cabida todos los que tuviesen algo para decir.
Mientras en los países del segundo mundo socialista eran vistos como demonios contaminadores de las buenas costumbres proletarias, de la higiene, extranjerizantes, voceros de la haraganería, del consumo de drogas y del sexo compulsivo, de libertades ficticias, pensadas para desviar la atención de la verdadera esencia de la libertad, que era la del proletariado, elementos alejados de la verdadera lucha que era la del destierro del capitalismo de la faz de la Tierra, que los convertía en una lacra aún mayor que la burguesía, la cual al menos conservaba valores sociales, con la cual se mantenía el consenso de la familia, del matrimonio, del valor del trabajo.
Yo vivía en Cuba donde el rock era considerado tan satánico como los mormones lo consideraron en las primeras visitas de los Beatles y los Rolling Stones a los Estados Unidos.
No existía ninguna difusión ni promoción del rock de la isla por la tozudez y estrechez de miras de la nomenclatura, razón por la cual a los que nos gustaba esa música la teníamos que escuchar de grupos norteamericanos o ingleses de discos entrados furtivamente a la isla, de programas de radio en onda corta desde Estados unidos, o de un programa llamado Now, donde se presentaba la música funk y soul de la comunidad negra norteamericana, que había conseguido salvar la estricta censura ya que lo había propuesto uno de los fundadores de los Black Panthers exiliado al final de los sesenta . Aunque desde el año 1955 al 1962, Cuba había contado con una gran número de agrupaciones de música rock’n’roll por la influencia cercana de Bill Halley, Chuck Berry o Presley, incluso se había desarrollado un rock conocido como el estilo de Santa Clara, ciudad que aportó grandes talentos, había sido sofocado toda muestra de afición por el rock desde principios de la Revolución, censurados de tal manera que casi pasaron inadvertidos, se sucedieron sin apenas difusión grupos como Los Diablos Rojos, los habaneros Almas vertiginosas, los Dada o los Barbas. Yo mantuve vivo el recuerdo de las canciones que sonaban en Argentina antes de irme y el interés por hacerme con nuevos discos, y en cierto modo me convertí en difusor en La Habana, de la música de Pappo, Charly, Manal y tantos otros.
Pero el problema iba más allá de la dificultad para escuchar la música de nuestra época, cosa que hasta cierto punto mejoraba la comunicación subrepticia, intersticial de los fans habaneros. Lo agobiante era la represión, la estigmatización de las personas, aplicándoseles desde temprana edad una nota en el llamado expediente escolar acumulativo, la cual rezaba : “diversionismo ideológico”, que constituía una molesta marca a la hora de querer reincorporarse a la prolijidad. Ni hablar de los inconvenientes que suponía portar la estética, el pelo y la higiene rockera, ni por supuesto los riesgos de largos años en prisión que acarreaba fumarse un porro de la yerba mágica del Escambray.
La izquierda militante latinoamericana era aún más intolerante con todo lo que le oliese a rock o a relajación de las buenas costumbres, que los mismos países socialistas. Una intolerancia manifestada en un lenguaje ofensivo. El capitalismo había conseguido incorporar al rock y por ende ya se podía considerar un enemigo más, a tener en cuenta por como quebraba la voluntad y bríos revolucionarios de la juventud sumiéndola en la inacción y el pacifismo estéril.
El rock tuvo la capacidad de unir a la derecha más escorada con la izquierda más ideologizada.
Aunque hoy el rock sea más una pose que un movimiento emancipador, y que para interpretarlo haya que poner “cara de boludo” como dice el interprete argentino Andy Chango, se agradece profundamente que hoy en Cuba se estén percibiendo aperturas de mayor libertad para la expresión cultural, aunque muy comedidas aún, y que los otrora obtusos militantes de izquierda de América Latina hayan incorporado en las últimas décadas usos y costumbres no convencionales más propios del ámbito del rock que del núcleo de un partido comunista.
Hace poco tuve la oportunidad de volver a cartearme con el ex compañero de mi padre en la cárcel argentina durante la dictadura, aunque esta ocasión en formato virtual y sin atravesar censura alguna, y no pude contener mis deseos de saber en que sentido había evolucionado su apreciación sobre la música rock , sus interpretes y cultivadores. Le pregunté al respecto. Me respondió que sentía gran simpatía por los rockeros, que había colaborado con un programa de radio especializado en el tema, me explicó que sociológicamente tenían gran importancia esos movimientos contestatarios opuestos al sistema. No me dijo nada más, me di cuenta que no guardaba ni el más mínimo recuerdo de sus criterios contundentes de años atrás.
Y si bien en mi fuero interno lo festejé, no fue sin echar de menos un esbozo de autocritica, unas oportunas disculpas.
Y ello me recordó que la mayor baza con que yo contaba, a la hora de rebatir la necedad de los poco susceptibles dinosaurios de Revolución, al criticar mi aspecto poco aseado, desprolijo, y el escaso entusiasmo ante lo establecido, era precisamente la imagen de mi tío que con su pelo largo , su camisa desabotonada, la irreverencia que lo caracterizaba, y una ligera pero vívida percepción de que habría terminado moviendo la cabeza al compás de un riff o arqueando las cejas ante la ejecución de un punteo, llevado por los circundantes efluvios perfumados de la yerba de la paz.