Por: Martín Guevara
Hace tres días me pesqué una descomposición de estómago tremenda, un dolor de barriga agudo en el costado y la sensación física de haber sido alcanzado por Mike Tyson minutos después de insultar a su abuela, abundaron pastillas, infusiones, corridas al toilette, súbitamente las heces se me disparaban en cualquier dirección, con la suerte de que las tazas de inodoros fueron ideadas para contener cualquier “shot” que no fuese hacia arriba.
Pensé que se trataba de cieguitos.
O que podía ser una indigestión por unos ravioles de gorgonzola made in Madrid, con mantequilla derretida y queso parmesano de frasco plástico de meses de almacenaje.
Tras tres días de la misma guisa, arribé a la conclusión de que debía ser más bien un virus, una gastroenteritis be bop más que inoportuna… o viceversa.
Pensé que si la providencia había querido expresarse, hacerse oír, irrumpir para ser atendida, lo había logrado, entonces le pedía por favor que se manifestase, que se explicase, que me pusiese al tanto del significado de esa terrible diáspora de interioridades en la víspera de la Nochebuena.
Mi mujer y mi pichón se mostraron dispuestos a deshacer el atractivo plan de viajar trescientos cincuenta kilómetros a Madrid, para intercambiar voces en el más genuino estilo y tono ibérico dentro del fragor familiar, en el seno del amor filial. Les dije que ni se les ocurriese, que yo me sentía con fuerzas para seguir yendo de la cama al living pasando por la bendita taza.
Casi los tengo que empujar para que subiesen al corcel metálico tuneado por las maniobras de parking de mi amada esposa, ella quería ver a sus hermanas y mi hijo a sus primos, les dije que sabía el camino al Hospital si lo precisase y les pedí solo que me acompañasen al pueblo a comprar un trozo de bife de lomo, solomillo de buey en una súper carnicería, una manteca más delicada que el canto de un cisne por si las dudas se pasaba el estruendo en mis tripas. Luego salté al pequeño mercado de enfrente y trabé un paquete de un arroz de buena calidad y un frasco de espárragos terminando por mostrarme más realista y previsor que iluso.
Tenía los sesenta presentes en mi cabeza: seamos realistas, pidamos lo imposible.
El coche salió de enfrente de la verja de casa entre despedidas y promesas de te quiero y te lamo ¿ o era te llamo?. Una vez perdidos en el horizonte de las casitas me apresté a esperar que mi molestia se aliviara al sentirme solo, sin ceremoniales , sin obligaciones sociales. Pero los huracanados retorcijones y los galopes continuaron a la orden, prolijos, puntuales, inmaculadamente educados.
Leí, vi dos películas pésimas, puse acotaciones en las redes sociales, hasta pude dormir un poquito. Y debo admitir que antes de las doce me abordó una especie de pálida, disimulada, embarullada, pero auténtica desesperación por escuchar la llamada de mi tropa que no tuvo lugar hasta pasada la medianoche. Y eso que me quedo a dormir fuera de casa dos veces a la semana y una de ellas hasta con cierto placer.
Curiosamente no siendo yo practicante de otra religión ni creyente en otra reparación que no sea la siesta, no acostumbrado a involucrarme habitualmente en convencionalismos atávicos, mezcla de vaga convicción y haraganería frente los ritos, yo que provengo de una familia atea materialista dialéctica por excelencia, un sobrino del Che retobado con la mentira del comunismo pero igual o más agnóstico que mi tío, no suelo entender la diferencia entre un día de Nochebuena, ni de cualquier otro onomástico o efeméride, con el día más plebeyo del calendario.
Pero vaya si la sentí. Fue la pura representación de lo no cultural, la negación de las convicciones nacidas en el miedo al todo, en la carrera hacia la nada.
¿ Habría sido porque se me chamuscó ligeramente el solomillo de buey?
Me pregunto si tendría la misma acogida entre los niños la historia de Papá Noel con la variación de que el anciano continuase siendo un bonachón nórdico que desea la felicidad a todos los bajitos del mundo, y con ese fin precisamente es que viajaría por todos los sitios, diciéndoles palabras de amor a cada niño; pero en lugar de dejar un regalo para cada uno, serían ellos los que deberían según la tradición, dejarle algo a él.
Aunque sería maravilloso, ya que de lo contrario alguien podría equivocarse y pensar que estamos criando adictos a las diferentes maneras de prostituir los sentimientos, todo me lleva a temerme que ese viejo Santa, sería mucho menos popular y favorito, aunque también probablemente presentase menor fatiga
En fin, de una forma u otra reciban mis más íntimos deseos de que se les cumplan todos sus anhelos, excepto aquellos si los hubiere, que obrasen en contra de mis intereses.
Felices Fiestas!