Por: Martín Guevara
Cuando me cobraban de más o no me dispensaban el trato debido en un centro comercial solía entrar nuevamente y agujerear algún producto, cuando aprovechándose de mi condición de extranjero que he portado la mayor parte de mi vida los bares me cobraban un peaje extra, entraba al baño y les causaba una perjuicio sensiblemente mayor que los pocos centavos que lograban burlarme. Huevos a los patios de los abusadores, rayones en la pintura de los coches de los ofensores o salivazos en las nucas y las manijas de las puertas.
Aún hoy cuando un camión se toma más tiempo del prudente para adelantar a otro en la carretera y se recrea con su compañero en pequeños avances y retrocesos, generando una larga fila detrás de sí, cosa en la cual son especialistas los transportistas portugueses , una vez que los adelanto me ubico delante del camión bajando la velocidad a pequeños frenazos, acelerando nuevamente, y ocasionándole un malestar similar al propinado además de una notable pérdida de tiempo.
De un modo o de otro siempre he encontrado la manera de tomarme cierta revancha cuando me importuna , a modo de venganza doméstica o justicia pírrica, escondido tras una fechoría de escasa honra que cumplía generalmente dos funciones, en primer lugar reparar ofensas sencillas, aunque de manera sibilina y no demasiada altiva y a renglón seguido me permitía liberar esa parte irrenunciable de maldad, de bajeza, que los seres humanos atesoramos en alguna zona no tan remota de nuestras existencias como nos place suponer.
Pero en estos días francamente estoy perdido.
No sé cómo actuar ante tanto cúmulo de pequeños, medianos e inmensos atropellos que depara para la población española el acontecer cotidiano.
Y no me refiero en especial a la corrupción, a la que estimo nociva cuando excede los límites del buen gusto, pero que a la vez la considero inherente a los rasgos más identitarios del carácter mediterráneo, estrechamente ligado al espíritu tan displicente como creativo, y sólo divisible tras un maduro análisis que por supuesto y como casi todo, aún está por venir.
Lo desalentador es la “impunidad selectiva” con que cuentan como beneficio social, como derecho adquirido, los ofensores ligados a las élites que manejan los hilos del poder del país. La total imposibilidad de condenar y poner tras las rejas a siquiera uno de los delincuentes de guante blanco en el acontecer nacional, está despertando un sentimiento peligroso en la población.
Los riesgos son varios, uno de los más serios pasa por la desafección hacia la política de los votantes y por ende al sistema democrático. La consolidación del sentimiento de que no queda otra escapatoria que la salida individual. Y la más preocupante tal vez sea la que irremediablemente arribará, de continuar la constante violencia que genera el hecho de dejar sin castigo alguno los más conocidos y sonoros crímenes, delitos o faltas cometidas, por sinvergüenzas de cierta posición social.
Hasta hace unos pocos años, durante la época del peligro de que la gente se sintiese atraída por el comunismo, las derechas europeas solían citar como sociedad ejemplar a los Estados Unidos, ya no se escucha tan a menudo su mención, acaso sea porque de este gobierno, en los EUU se salvarían muy pocos de caérseles el pelo internados en celdas, y a otros por cómplices de estos, además de la prohibición de desempeñarse nuevamente en puestos de responsabilidades políticas.
Ya no se oye citar con la misma alegría de antaño al Tío Sam.
Mientras tanto, me percato de que lo que más me preocupa al respecto, es no encontrar con relativa facilidad ese elemento fetiche que me permita descargar la ira sin demasiada gallardía, decoro ni ejemplaridad, pero al menos con cierto halo de justicia, de desagravio, de higiene en la mancha causada por la humillación del abuso, así como con los salivazos por la espalda de la adolescencia, las perforaciones a los panes de molde en los supermercados o los adelantamientos obstaculizadores a los inquietantes camioneros lusos.