Por: Martín Guevara
Hoy me vino el recuerdo de Benedetti paseando sus bigotes, sus pocas pulgas y su enorme dignidad por Alamar, una barriada proletaria del Hombre nuevo.
Mario Benedetti vivió exiliado en Cuba pero pidió de manera expresa, acorde a sus ideas y a su fibra comprometida que no le diesen privilegios a la altura de su nombre. Podría vivir en París con un departamento en Trocadero. Pero él era así.
Vivió un tiempo en Alamar, una barriada obrera de tipo estalinista, verdaderamente espantosa en lo estético, en la que jamás hubo ninguna atracción agraciada por el buen gusto. Cabe recordar que en Cuba no se construyó ni una sola cosa en 50 años que sea promovida para el turismo, pero ni siquiera promocionado por el gobierno revolucionario. Paradójicamente todo lo que considera el propio Instituto del Turismo como atractivo estuvo hecho desde la época de la Conquista hasta el 1959.
Pues bien, Benedetti, el gran poeta, bajaba a pie las escaleras del edificio de doce plantas donde vivía, cuando se iba la luz, día por medio, y se iba a comprar con la libreta de abastecimiento, no con dólares sino con dinero cubano válido sólo para chícharos, arroz, huevo y algunas pocas cosas más, a la bodega de la Zona 8.
Hacía su cola impertérrito, y cargaba su compra bajo aquel sol de justicia. Tenía malas pulgas, un poeta solitario, de gran carácter el petiso, de amabilidad ficticia no le sobraba nada, y por eso algunos lo criticaban, porque querían que encima, una de las estrellas de la cultura de América fuese más campechano todavía de lo que era.
No les bastaba con que viviese en Alamar y caminase por el territorio impreciso del Bachiplan, una polvareda blanquecina y gris con fines inmobiliarios que se introducía por todos los orificios hasta los tuétanos, ni que siendo uruguayo comiese cada muerte de obispo un bistec, o que tomase mate con yerba resecada al sol, que quitándose de encima los mosquitos que no conseguía alejar el ventilador ruso, escribiese poemas maravillosos desde aquella barriada obrera como Dostoievski lo hiciese desde la prisión en Siberia, aunque el poeta rioplatense por voluntad propia, y no sólo sin quejarse, sino agradecido. Querían además que don Mario, bajase hasta las catacumbas de lo inerme, donde habita el eco de todas las cobardías humanas, la grasa del tedio, de la procacidad, de la bastedad, el trote de la manada y el berreo del rebaño, del espanto más opaco que representan esos convencionalismos de barrio, la conversación llana, esa nada cotidiana, ese asesinato a la poesía.
Era un eterno conspirador de la pluma, un hombre valiente, eléctrico, amante de lo mínimo, de la lealtad, y aún cuando su lugar en el exilio habría sido un departamento en París o en Londres, nunca se quejó de aquel sol de justicia, ni de esperar su bistec trimestral en la cola infinita de la bodega, ni de resistir la afrenta de escuchar llamarle “Revolución” a aquella cosa amorfa y atonal. Ni siquiera la tortura de escuchar las preferencias musicales del vecindario, que con orgullo exhibían trémulos por la vibración de los alto parlantes de sus radios rusas puestas al máximo volumen, tras las delgadas paredes de aquel departamento del edificio de doce plantas, donde cuando se iba la luz, Benedetti encendía una vela, soñaba acompañar a sus compatriotas presos, a los que ya no estaban, o a Sendic que estaba en un pozo, a sus amores, a las hojas caídas de uno de sus otoños, se inclinaba sobre el papel y escribía aquellos maravillosos versos sin una brizna de odio, con esa naturalidad y profundidad de los uruguayos de entonces, con el sello comprometido de aquellas generaciones, versos repletos de admiración por la grandeza de espíritu pero también de compasión por la imbecilidad humana, incluso por las victimas y victimarios de aquella y de todas las nadas cotidianas.