Por: Martín Guevara
Hace pocos días me encontré con mi amiga Claudia en el café La Ópera, en Corrientes y Callao, para charlar un rato sobre bueyes perdidos.
Al cabo de la conversación, cuando nos pusimos de pie mientras me disponía a la última caminata del día hacia el barrio de Congreso donde estaba parando por los días que visité la ciudad, mi amiga me advirtió:
- Mirá quien acaba de entrar.
Me giré y vi la figura enjuta por la naturaleza y los años de Juan José Sebreli, estaba justo en ese momento entrando con su gabardina de siempre sobre la vestimenta más que correcta, y atendía sin desdén a un parroquiano que se había levantado a hacerle participe de su admiración, le pedía un autógrafo para un libro a lo que Sebreli parecía acceder sin prisa y sin molestia.
Me aproximé en el momento en que el admirador regresó por un instante a la mesa en que se encontraba con otra persona para tomar el libro, y no constituyó esfuerzo alguno saludarlo porque estaba con su amplia sonrisa característica que esboza mientras deja los párpados entornados sobre los ojos, aún vivaces.
Pero estaba claro que no me reconocía.
Entonces le dije mi nombre y que habíamos conversado algunas veces, y también que representaba para mi una sorpresa muy grata verlo así de vital y verlo en el Ópera, no consideré adecuado recordarle a nuestra amiga común de otrora gracias a quien lo conocí, ya que no estaba seguro de tener el permiso de ella para utilizarla con fines que al fin y al cabo podrían pertenecer al conjunto de la vanidad. Sentí que pretender un abrazo más efusivo ante la mirada de Claudia o la evidencia de pasadas charlas y encuentros podría constituir una muestra de cholulaje de escaso buen gusto.
Pero entonces Juan José me preguntó: ¿ Dónde estás viviendo ahora? . Lo tomé como una pregunta cortés más que retórica, y le contesté por las dudas con precisión el sitio en donde vivo actualmente, pero sospechando por la impertérrita persistencia de las comisuras de sus labios, de idéntico dibujo entre el saludo del admirador y el mío, que no tenía ni idea de quien era yo. Me despedí antes de que llegase nuevamente el parroquiano sosteniendo el ejemplar que estaba a punto de cambiar definitivamente su status por la dedicatoria.
Salimos de aquel Café continente de tantas historias, con la sensación de que además de estar en el centro de Buenos Aires, estábamos merodeando su corazón y la historia reciente.
Como siempre una ciudad hecha para caminar, a pesar de los súper pozos y las baldosas trampolines de hediondos líquidos mega voladores, a pesar de ello y de lo que sea, una de las ciudades mas impresionantes, variopintas, energizantes, y también agotadoras que he tenido oportunidad de conocer.
Donde a pesar de las pasiones y los enconos con se defienden las posiciones casi siempre extremas de cualquiera sea el momento de su actualidad política, la gente disfruta de la vida, los amigos se abrazan y se dicen que se quieren, y las porciones de pizza de muzarella de Guerrin y de las Cuartetas siguen siendo de las más ricas del mundo.
Cuando despedí a Claudia y continué caminando hacia el departamento de mi tía, me quedé pensando en aquel episodio de saludo y desencuentro con Sebreli, un escritor necesario para entender la Argentina del siglo XX con la característica de que convirtió algunos títulos de temas sociológicos, como ” Buenos Aires, vida cotidiana y alienación” o “Mar del Plata , el ocio represivo” en Best sellers de entonces, mérito que aunque no se recluya en un cien por ciento a su persona, ya que intervino de la otra parte una sociedad receptiva donde la aspiración de “saber” estaba viva y contaba con buena prensa, quizás no huelgue reconocer que algo habría tenido que ver en dicho fenómeno el flaco. Compartiendo ese extraño éxito popular, masivo, casi playero, en títulos tradicionalmente condenados a tiradas modestas, con el “Medio pelo de la sociedad argentina” de Arturo Jauretche y con los recientes éxitos de Pigna, aunque en este último caso hay que decir que el suceso ha tenido lugar en la era del plástico.
Como lector encuentro cierta familiaridad entre Sebreli y Lipovetsky, quizás por los éxitos de ventas en temáticas de corte sociológicos, o tal vez por esa característica tan de ambos, de argumentar en cada nuevo libro porque opinan ya de otro modo que en el anterior, algo que me fascina toda vez que no hay mejor motor para exprimir la materia gris, que la contradicción.
Aunque el Buenos Aires comprometido ideológicamente, la ciudadanía militante de la opinión política de los años sesenta que leyeron a Sebreli, con sus pro y sus contra generalmente relacionados estos con la violencia y la intolerancia, mucho se diferencian de la actual población más motivada por lo emocional y lo instintivo.
De manera que aquél resulta un fenómeno engañosamente similar al que nos ha deparado el post modernismo, donde a merced de compartimentos estancos como instrumentos de análisis, del minimalismo del pensamiento, fue inundado todo por la inmediatez, la banalización, el lenguaje ultra coloquial, de tipo “cercano” hasta la pegajosidad, lo cual posibilitó que unido al hábito de alimentarnos con Mac Donald’s, vestirnos con Levi’s Strauss y exigir unas pocas escalas para llamarle música a unos encantadores y estimulantes sonidos, también pretendamos decir las cosas más trascendentes de nuestra época bajo la ley del mínimo esfuerzo.
Aunque en honor a la verdad, pocas cosas más coherentes que tal aspiración, pueden haber en la era del imperio del entretenimiento, del tranquilizante y el somnífero.
Cuando ya me había ido de Buenos Aires mi amiga Claudia me confesó que la situación la llevó a sentir que entraba al túnel del tiempo.
Exacto, quizás lo único que busco cada vez que doblo la esquina de Callao y comienzo a bajar por la calle de los libros, los cines y los teatros, es volver a la librería que allí tenía mi padre por los años en que yo nací, y donde por lo que me cuentan, en medio de la nutrida fauna que allí se daba cita, en el sitio más bullicioso de la ciudad, yo conseguía en mi moisés conciliar mis más profundos sueños, de los cuales en algún lugar de mi ser aún conservo una remota idea.