Por: defblog
El derribo del vuelo MH17 de Malaysia Airlines llevó a primera plana una refriega que permanecía solapada, pero que se está cobrando cada vez más víctimas y que amenaza con revivir los peores fantasmas de la Guerra Fría. Por Patricia Lee Wynne / Especial para DEF e INFOBAE
Tuvieron que morir 295 personas inocentes, la mayoría de ellas europeas, en el avión de Malaysia Airlines derribado sobre la región ucraniana de Donetsk, para que el mundo cobrase conciencia de que una nueva guerra en Europa ha terminado con los 25 años de supuesta armonía posteriores al fin de la Guerra Fría.
En el último mes, murieron 250 civiles en la región de Lugansk, casi tantos como en el avión de Malaysia Airlines, pero la noticia no salió en los titulares de los diarios del mundo. A la fecha, las víctimas de la guerra en el oriente de Ucrania pueden ser miles. Unos 100.000 desplazados han huido a Rusia y 50.000 más a otras ciudades; pueblos bombardeados, abuelitas y niños viviendo en los refugios antiaéreos de la Segunda Guerra Mundial acondicionados de urgencia, ciudades sin agua, jubilados y empleados que no cobran, aeropuertos recién inaugurados reducidos a escombros, estaciones de tren convertidas en blancos de combate, la economía paralizada en la región más urbana e industrial del país.
¿Cómo se llegó a esto? ¿Qué pasó, en pleno centro de Europa, para que un pueblo pacífico que todavía recuerda los horrores de la Segunda Guerra Mundial contemple cadáveres que caen desde el cielo a los campos de girasoles y misiles antiaéreos de paseo por las rutas?
EL SUEÑO QUEDÓ EN LOS PAPELES
Estos sucesos han sido la conclusión inevitable del curso político de un cuarto de siglo, signado por la desilusión y el incumplimiento de los sueños que millones de personas, del este y del oeste, expresaron con júbilo al pie de los ladrillos del Muro de Berlín, cuando cayeron todos los gobiernos totalitarios comunistas de Europa del Este, se unificó Alemania y se desintegró la Unión Soviética.
Mijail Gorbachov, el líder soviético que presidió el derrumbe de su imperio, hablaba de la “casa común europea”, desde el Atlántico hasta Vladivostok. Por un momento, pareció tener razón: terminó la Guerra Fría, cayó el Muro de Berlín y Rusia dejó de ser el “imperio del mal”.
Un cuarto de siglo después, la línea divisoria reapareció, pero se corrió hacia el este. Ya no atraviesa Alemania y el centro del Viejo Continente. Se acercó a la frontera rusa y partió en dos a Ucrania, el segundo país más grande de Europa.
En el terreno militar, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la alianza occidental nacida en 1948 para combatir a la URSS, no desapareció con su enemigo, sino que se extendió hasta las fronteras de Rusia. En 1999 incorporó a Polonia, Hungría y la República Checa, mientras que los aviones de la OTAN, por primera vez desde su fundación, bombardearon un país europeo, Yugoslavia. En 2004, se unieron los países bálticos, Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia. En 2009, ingresaron Albania y Croacia. Hoy la OTAN ocupa todo el espacio postsoviético, una parte del soviético (los países bálticos), y quiere seguir con Ucrania, Georgia y Moldavia.
En el terreno económico y político, la Unión Europea no solo incorporó a casi todos los países del este europeo –incluyendo los bálticos–, sino que acaba de firmar un tratado de asociación con los expaíses soviéticos Moldavia, Georgia y Ucrania.
Rusia quedó por fuera. La integración esperada no se produjo ni en el terreno económico, ni en el político y militar.
Dice Gorbachov en sus memorias que, en 1990, el secretario de Estado estadounidense James Baker le prometió que, a cambio de la aceptación soviética de que la Alemania unificada ingresara en la OTAN, esta no se ampliaría hacia el este, pero las promesas no se cumplieron. La expansión occidental aprovechó el retroceso de Rusia, sumida en una grave crisis económica, política y militar. En los años noventa, el presidente Boris Yeltsin, en pos de la casa común europea, aceptó la ampliación de la OTAN, pero la humillante derrota que significó el bombardeo a Yugoslavia marcó el fin de su gobierno.
Con el cambio de siglo, la recuperación económica gracias al boom de los precios del petróleo le permitió a Vladimir Putin reconstruir el centro del poder estatal. Putin continuó la vocación europeísta de Gorbachov y Yeltsin. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, su colaboración fue decisiva en Afganistán al abrir un corredor para el ingreso de las tropas de la OTAN por su territorio, permitiendo a Estados Unidos establecer bases militares en el centro de Asia, hechos impensados en la posguerra, y aceptó otra ampliación de la OTAN.
Sin embargo, Washington retribuyó mal: en 2002, se retiró unilateralmente del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM) firmado en 1972, inició la guerra contra Irak y desplegó sistemas antimisiles en Europa, que el Kremlin interpretó como una decisión para limitar su capacidad de respuesta nuclear.
ADVERTENCIAS
En 2007, Putin advirtió, en un famoso discurso en Múnich: “¿Contra quién se expande la OTAN? ¿Qué pasó con las garantías que nos dieron después de la disolución del Pacto de Varsovia? Quieren imponer nuevas líneas de división y paredes entre nosotros, que pueden ser virtuales, pero que ya están cortando el continente”.
Un año más tarde, el presidente ruso, que dejaba su cargo, recordó, en la Cumbre de la OTAN donde se discutía el ingreso de Ucrania y Georgia, los pasos de buena voluntad dados por Rusia: la retirada pacífica del Ejército Rojo de Europa, los avances en el proceso de desarme, el recorte unilateral de los arsenales estratégicos, tácticos y convencionales, el cierre de las bases en Vietnam y Cuba. “Esperábamos pasos similares de la OTAN pero no los hubo, y varios de nuestros socios fueron más lejos, demonizando a Rusia”, dijo. La OTAN, que nació para oponerse a la URSS, “se acerca cada vez más a nuestras fronteras. Hoy la separan de San Petersburgo algunos cientos de kilómetros”, agregó. “El modelo de una casa común europea quedó en los papeles”, concluyó.
Putin se quejó de la no ratificación del Tratado de Limitación de Armas Convencionales en Europa, que Rusia aplicó de manera unilateral llevando sus destacamentos militares detrás de los Urales. “Somos el único país que limitó el movimiento de sus tropas en su propio territorio. Este es el carácter colonial de ese tratado. Yo le pregunté a George (Bush) si él estaría dispuesto a limitar el movimiento de sus tropas de California a Texas, de Texas a Maine. Suena cómico, pero nosotros lo hicimos y no hemos encontrado ninguna reacción positiva de la otra parte”.
El líder ruso advirtió sobre el peligro de incluir a Ucrania en la OTAN, señalando que es una formación estatal complicada creada durante la era soviética y que ese tema podría “cuestionar la existencia misma del estado ucraniano”. También previno que Crimea no había sido transferida a Ucrania siguiendo todos los requisitos legales.
Ese año, la miniguerra con Georgia, donde ya había una avanzada de la OTAN, fue un antecedente de la crisis de hoy. En 2009, con Barack Obama, hubo un intento de “resetear” las relaciones: se firmó el nuevo tratado de limitación de armas nucleares estratégicas y Rusia fue decisiva para desmontar el programa nuclear iraní, pero las diferencias fueron creciendo por el emplazamiento del sistema antimisiles en Europa sin la participación rusa, la campaña de la OTAN en Libia en 2011 y las amenazas de intervenir militarmente en la crisis de Siria.
Como escribió Stephen Cohen, historiador de la Universidad de Nueva York, en su libro El destino soviético y las alternativas perdidas: “¿Cuál hubiera sido la reacción de Washington si las bases rusas se multiplicaran en sus fronteras con Canadá y México, y se instalaran sistemas para neutralizar a Estados Unidos en Cuba y Venezuela?”.
CRUZANDO EL RUBICÓN
La crisis que estalló en noviembre de 2013, cuando el presidente Víctor Yanukovich suspendió la firma del tratado de asociación con la Unión Europea, concluyó en febrero con su caída, en medio de las manifestaciones en la plaza Maidán, a pesar de los acuerdos apoyados por Moscú para buscar una salida política al conflicto.
El nuevo gobierno, claramente prooccidental, que pretendió prohibir el idioma ruso como una de sus primeras iniciativas, hizo sonar todas las alarmas en el Kremlin. A partir de entonces, los hechos se sucedieron con velocidad asombrosa y, en menos de un mes, Crimea aprobó en un referéndum su incorporación a Rusia, que se formalizó el 18 de marzo. Para justificar esta incorporación, Putin dijo que “tomaron decisiones a nuestras espaldas, nos colocaron frente a los hechos cumplidos”, y que “a pesar de todas nuestras preocupaciones, la máquina sigue hacia adelante”. El líder ruso se lamentó debido a que “permanentemente nos quieren arrinconar porque sostenemos posiciones independientes”, pero aclaró que “todo tiene su límite, y en el caso de Ucrania nuestros socios occidentales cruzaron la raya”, colocando a Rusia en una situación “en la cual no podía continuar cediendo”.
Para Putin, el ingreso de Ucrania en la OTAN significaría que en Sebastopol, la ciudad heroica donde se libró una de las batallas decisivas de la Segunda Guerra Mundial y donde está la base militar rusa en Crimea, “aparecería la flota de la OTAN, una amenaza para todo el sur de Rusia, no efímera, sino muy concreta”. También se manifestó en contra “de que la OTAN mande en nuestro patio, cerca de nuestra casa, o en nuestros territorios históricos. No me puedo imaginar que vayamos a Sebastopol a visitar a los marinos de la OTAN. Mejor que ellos vengan a visitarnos a nosotros”.
FRACTURA EXPUESTA
Ucrania quedó como el campo de batalla en el gran juego global, tironeada entre su historia como parte del imperio ruso, la Unión Soviética y la Comunidad de Estados Independientes, y su futuro en la Unión Europea.
En sus fronteras de hoy, Ucrania es un producto soviético, nacido de la suma de territorios rusos, polacos y austrohúngaros, cuya existencia independiente desde 1991 solo podía ser posible actuando como bisagra entre Rusia y Occidente, respetando su pasado, su entramado económico y su combinación de pueblos e idiomas. Pero en lugar de ello, se convirtió en el trofeo más buscado. En su libro El ajedrez global, Zbigniew Brzezinski, asesor del presidente James Carter, definió a Ucrania como un “pivote geopolítico”, porque su importancia “se deriva no de su poder sino de su localización sensible”, ya que “sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio eurasiático” y si Moscú recupera el control sobre ella con su acceso al mar Negro y sus importantes recursos, “automáticamente regana la posibilidad de convertirse en un poderoso estado imperial entre Europa y Asia”.
Este intento occidental de cortar los lazos económicos, comerciales y culturales de Ucrania para llevarla a la Unión Europea y eventualmente a la OTAN, ha hecho que, en estos 23 años, la política de ese país haya sido un péndulo cada vez más inestable entre estas dos tendencias: equilibrio en los diez años del gobierno de Leonid Kuchma (1994-2004), inclinación hacia el occidente tras la revolución naranja de 2004 y el triunfo de Víctor Yushenko, inclinación hacia Rusia a partir de 2010 con el triunfo de Víctor Yanukovich, y violento timonazo hacia Occidente con el derrocamiento de este último en febrero.
A partir de entonces, Kiev firmó el Tratado de Asociación con la UE, no participó de la recientemente creada Unión Económica Euroasiática de la cual forman parte Rusia, Bielorrusia y Kazajstán, y anunció su retiro de la CEI, caminos todos que conducen en línea recta a la OTAN.
Como buenos discípulos de Brzezinski, los políticos Estados Unidos y de la Unión Europea han considerado a Ucrania el premio mayor del gran juego. En los últimos seis meses, la lista de altos funcionarios de Estados Unidos de visita en Kiev no debe haber sido superada por ningún otro país del mundo: Victoria Nuland, encargada del Departamento de Estado para Asuntos Europeos; John Mc Cain, senador y excandidato presidencial republicano, quien declaró que “Ucrania es la joya de la corona” del imperio de Putin, y que “Rusia es una gasolinera disfrazada de país”; John Brennan, jefe de la CIA; John Kerry, secretario de Estado de Estados Unidos; y el vicepresidente Joe Biden; sin hablar de las repetidas visitas de funcionarios de Bruselas, de la OTAN y de los principales países europeos.
RUSIA GIRA HACIA EL ESTE
Las sanciones occidentales contra Rusia son cada vez más duras y abarcan no solo a los individuos cercanos al presidente Putin, sino las principales ramas económicas del país, como la petrolera estatal Rosneft y Gazprom, bancos como Vneshekonombank y empresas de defensa como Kalashnikov. Rusia ha sido excluida del G-8, los bancos europeos han frenado proyectos de financiamiento, y hasta se le han negado visas para asistir a ferias aeronáuticas. Todo esto provocará una caída aún mayor de la economía del país.
En respuesta a esta política occidental, Rusia dejó atrás el sueño común europeo y puso sus ojos en Eurasia. A fines de mayo se creó la Unión Económica Euroasiática entre Rusia, Bielorrusia y Kazajstán, un espacio común que irá desde el centro de Asia hasta el centro de Europa, y días antes se firmó el acuerdo del siglo entre Rusia y China para proveer al gigante asiático de gas por el término de 30 años, a razón de 38.000 millones de metros cúbicos por año, por un total de 400.000 millones de dólares, una cifra similar a la de las compras de gas de Alemania.
Internamente, los hechos de Ucrania y la reacción occidental han despertado la aletargada vida política rusa, repitiendo, como en una caja de resonancia, los mismos conflictos: los sectores más liberales vinculados con Europa, las corrientes más nacionalistas –el Partido Comunista y el Partido Liberal Democrático de Vladimir Zhirinovsky–, que apoyan con entusiasmo la reincorporación de Crimea y exigen una política más activa frente al oriente de Ucrania, y Putin, que intenta hacer equilibrio: reincorporó Crimea pero no quiere hacer lo mismo con Donetsk y Lugansk, aunque estas reciban apoyo no oficial de voluntarios y de armas. Pese a no querer perder sus amigos europeos y occidentales, el Kremlin mira cada vez más hacia adentro y hacia el este. Es que, como dijo Dimitri Trenin, director del Centro Carnegie de Moscú: “Ningún dirigente ruso se mantendrá en el poder si pierde Ucrania frente a la OTAN”.
El giro ha venido acompañado del resurgimiento de eurasianismo, que no es una corriente de pensamiento nueva en la política rusa. Surgió en el siglo XIX, y durante el siglo XX apareció como una oposición al bolchevismo internacionalista formado en Europa, que veía la revolución rusa como la chispa de la revolución mundial. Al desaparecer la URSS, el eurasianismo fue ganando fuerza como una idea aglutinante del viejo imperio ruso, en respuesta al desbarranque de los últimos veinte años.
PERSPECTIVAS
En Donetsk y Lugansk, la crisis ha cobrado vida propia por más influencia que el Kremlin pueda tener. Las protestas iniciales, con tomas de edificios públicos en una imitación al revés de la plaza Maidán en Kiev, fueron seguidas por los masivos referéndums de mayo, en los cuales las dos regiones proclamaron su independencia, y la nula votación en las elecciones presidenciales ucranianas que consagraron a Petro Poroshenko.
La respuesta de Kiev fue iniciar una operación antiterrorista, que, ante la defección de los soldados y de las policías locales, recurrió a ejércitos privados y luego a bombardear con aviones y helicópteros zonas urbanas densamente pobladas, cercando poblaciones, dejándolas sin agua, ni alimentos, ni sueldos, ni jubilaciones, aumentando las víctimas civiles. Tras una tregua de diez días concedida por Poroshenko después de su posesión, los combates se reanudaron a fines de junio, cada vez con mayor potencia. Kiev retomó el control de Slaviansk y Kramatorsk, que se habían convertido en símbolos de la resistencia, y los combates se desplazaron a las ciudades de Lugansk y de Donetsk, compactos centros urbanos, donde, al cierre de esta revista, se combatía en el aeropuerto y la estación de tren, en unas ciudades cada vez más vacías. A pesar de la ayuda no oficial que reciben del otro lado de la frontera, los rebeldes critican a Putin y al Kremlin por no defenderlos como habían prometido.
Se trata de un conflicto económico, político y social que no puede ser tratado como una operación antiterrorista para imponer la autoridad de Kiev, sino por la vía de la negociación, del reconocimiento de las diferencias regionales y económicas, como los sólidos lazos que unen a la región con Rusia. Andrei Kolesnikov, observador del diario Kommersant de Moscú, dijo a DEF que es posible la creación, en el Donbass, de una zona gris del tipo Transnistria, la franja de territorio que se independizó de Moldavia en los años noventa, pero que no ha sido reconocida por casi ningún país. “No excluyo que Donetsk y Lugansk tengan esa suerte. Esto va a provocar una tensión permanente, lo mismo que la situación de Crimea, porque el presidente ucraniano Petro Poroshenko no se resigna a su pérdida. La situación actual no tiene retorno. Derrotar la resistencia armada no es real. Esa guerra puede ser muy larga”, agregó.
Pero ante la ausencia de una salida negociada, la guerra va agarrando ritmo, arrastrando cada vez más participantes. Según el diario Nezavisimaya Gazeta de Moscú, el presidente Poroshenko discutió con Polonia la creación de una brigada militar ucraniano-polaca-lituana que se dirigirá a la zona de la operación antiterrorista.
La OTAN, por su parte, pisa el acelerador. Anders Fogh Rasmussen, el secretario general saliente, definió la relación con Rusia en términos negativos: “Rusia ya no considera a la OTAN un aliado, sino un adversario”, frase que también se puede leer al revés: “La OTAN ya no considera a Rusia un aliado, sino un adversario”. En un discurso pronunciado en Estados Unidos el 7 de julio, Fogh Rasmussen marcó la diferencia en el rol de Europa en la alianza atlántica: “Durante la Guerra Fría, los soldados europeos estuvieron confinados a las barracas, pero no es así ahora”, porque “desde el Báltico hasta el mar Negro, tenemos más aviones en el aire, más barcos en el mar y más tropas en el terreno” que Estados Unidos. En la cumbre de Gales en septiembre, se discutirá el plan de ingreso de Georgia, Montenegro, Bosnia Herzegovina y la República Yugoslava de Macedonia, y se prepara un “paquete sustancial” para “traer a Georgia más cerca de la OTAN”, según Fogh Rasmussen.
A 25 años de la terminación de la Guerra Fría, conviene preguntarse por qué Occidente perdió la oportunidad de integrar a Rusia y el espacio postsoviético, por qué se volvió a abrir la grieta que divide Europa y por qué caen aviones comerciales con víctimas inocentes de una nueva guerra.
Coincidencia o no, se cumplen cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, que empezó con un asesinato en Sarajevo y culminó con la Paz de Versalles, cuyas humillantes condiciones impuestas a Alemania sentaron las bases de la segunda conflagración mundial. ¿Será que, tras un siglo de guerras, la humanidad no aprendió nada?