Por: Paula Echeverria
Una vez, alguien me dijo: “Viajar es lo único que comprás y te hace más rico”. En este último tiempo muchos me lo repitieron. Siempre me pareció una frase muy acertada pero, recién ahora en pleno viaje, puedo decir que es tal cual. Conocer otros países, otras culturas, otras formas de vivir te abre los ojos. Te vuelve más perceptivo porque mientras uno aprende de lo nuevo también se vuelve más consciente de sus raíces. En este lugar tan alejado y distinto estoy conociendo una nueva cultura pero, también, estoy conociéndome más a mí y a mí forma de ser. Es en lo desconocido donde uno se va descubriendo.
Después de tanto tiempo, dedicado a planear este viaje, finalmente llego el momento de vivirlo. La verdad es que minutos antes de subirme al avión no estaba demasiado segura de hacerlo. Las despedidas no son lo mío, y creía que iba a ser duro. Pero apenas unos minutos después, y más todavía cuando llegue a España, me di cuenta que es lo mejor que pude haber hecho. Esta posibilidad de estudiar y vivir en el exterior es irrepetible y, por eso, decidí disfrutar de todo esto desde el principio, desde el aeropuerto.
A las 22.30 horas salió el avión rumbo a Madrid. El viaje fue largo y, en muchos momentos, incomodo. Pero la euforia de llegar, y el hecho de que fuera de noche, hicieron todo un poco más fácil. A las tres de la tarde, hora local, aterrizamos y tras un tiempo de espera tomamos otro avión hasta Sevilla. Después de poco más de 60 minutos llegamos. Ya era entrada la noche. No hizo falta que salga para darme cuenta de que el calor porteño había quedado atrás. Buscamos nuestras valijas y con las pocas manos que nos quedaron tomamos dos taxis (era imposible que entre en uno lo que las cuatro llevábamos). Basto con salir del aeropuerto para que vea mejor la cuidad, de todas formas la oscuridad imposibilito un poco la claridad. Sin embargo, lo desconocido siempre resulta fascinante. Hasta lo cotidiano te asombra.
Finalmente, el viaje llegó a su destino, estábamos en nuestro departamento. A pesar del cansancio y un poco de jet lag, decidimos salir a comer algo. Entramos al primer barcito que nos cruzamos y, para empezar a adaptarnos, comimos tapas; el plato tradicional de España. Al rato volvimos porque necesitábamos una buena dosis de sueño.
Los dos días siguientes los dedicamos exclusivamente a conocer la cuidad. Ninguna de las cuatro había visitado Sevilla y, la única referencia que teníamos, provenía de internet o de algún que otro comentario de algún conocido. Así que, muy abrigadas y con mapa en mano, salimos a ver con que nos encontrábamos. El día que llegamos solo había podido obtener una mirada rápida de este lugar, y ahora era momento de ser parte. Debido al barrio en que vivimos lo primero que vi fueron las típicas imágenes de una ciudad: semáforos encendidos, locales comerciales abiertos, muchos autos, gente muy concentrada en lo suyo, transporte público y un poco de ruido. Como cualquier ciudad importante, Sevilla tiene todo eso. Pero lo distinto, lo original, lo único es que este lado urbano contrasta con el perfil más pueblerino. En Sevilla podes ir caminando por grandes avenidas y encontrarte con una callecita angosta, similar a las de San Telmo, forrada de adoquines y balcones de colores llamativos. Esta convivencia de estilos es lo que más me impacta de este lugar y lo que la vuelve distinta. Tiene lo cómodo de cualquier cuidad: estar cerca de todo, tener grandes transportes y dinamismo pero también convive con la rutina tranquila, la amabilidad y lo hogareño de un pueblito típico de cualquier provincia argentina. Esta fue la primera impresión que tuve cuando pude recorrerla. Y hoy, instalada hace ya algunos días, siento lo mismo cada vez que salgo.