Una noche en el desierto

#MeVoyDelPaís

Marruecos, Parte II

Incontables estrellas con diferentes tamaños se esparcían por un cielo tan oscuro que parecía negro. Su cercanía daba la sensación de poder tocarlas con los dedos tan sólo estirar los brazos. Un piso de arena hacia de colchón para poder divisar ese espectáculo. Pero la arena no se limitaba a un espacio reducido, se esparcía infinitamente. La oscuridad nocturna dificultaba ver más allá de un par de metros dejando como protagonista a ese cielo cuya grandeza parecía hasta arrogante. En ese contexto me encontraba yo la noche de un sábado a fines de mayo.

Durante un fin de semana completo, cuatro argentinas nos encontramos en medio de África rodeadas de un mundo de colores, sonidos y olores exóticos. Un lugar que no dejó de sorprender a cada paso que dábamos. Pero la visita a Marrakech fue sólo el principio de un viaje completamente novedoso. Dentro de la locura que implico el viaje a Marruecos, se sumó una más: ir al desierto.

A las ocho de la mañana del sábado nos encontramos con quienes serian nuestros compañeros de viaje en las próximas 48 horas. Éramos doce turistas provenientes de distintas nacionalidades (Inglaterra, Estados Unidos, Corea del Sur, Marruecos y Argentina) rumbo al desierto de Sahara.  Sin mucha idea de lo que nos esperaría, nos subordinamos al liderazgo de Mustafá, nuestro chofer y guía.

Cerca de las diez partimos en búsqueda del despojo y el aislamiento propio de todo desierto. Quedó atrás el bullicio y vorágine que caracteriza a la ciudad de Marrakech para adentrarnos en el Sahara. Mientras nos dirigíamos hacia allá, me puse a pensar hacia donde me dirigía. Tomar un poco de consciencia dentro de la irracionalidad que significaba el recorrido. El hecho de ir al desierto me resultaba ajeno, ni siquiera estuvo presente en mis ideas más utópicas. La idea simplemente brillaba por su ausencia. Sin embargo, este viaje nunca deja de sorprender. Los destinos más alocados brotan de aquel universo imaginario para convertirse en una realidad existente y palpable. De un momento a otro, me encuentro con proyectos inmensurables que me toman completamente de imprevista pero, sin dudas, con muchas ganas e incertidumbre de ver de qué se trata.

El viaje comenzó por la ruta de las mil Kasbahs que atraviesa el Atlas, una gran cordillera que recorre Tunes, Argelia y Marruecos. Como todo viaje en territorio montañoso, este se caracterizó por ser muy sinuoso desde el principio. Las constantes subidas y bajadas, junto a las curvas intermitentes hicieron del trayecto una gran osadía que requería mucha concentración, o distracción, para evitar mareos. Sin embargo, la amenaza de los síntomas quedó opacada por el paisaje. Un manto de color verde cubría las montañas de punta  a punta y, a lo lejos, se podrían detectar pequeños asentamientos aislados en los valles. Un ejemplo de nomadismo puro.

Tras unas horas, me dediqué a observar atentamente el horizonte. A medida que nos acercábamos a destino  el panorama sufría una leve metamorfosis. Los tonos verdes se apagaron y comenzaron a ser reemplazados por colores áridos. Las montanas se despojaron de sus pastizales para mostrar un perfil más austero de color marrón. Pero no sólo la naturaleza cambiaba de tonalidades.  Las casas que surgían de forma esporádica estaban hechas de una tierra rojiza al igual que el terreno donde se asentaban, lo cual las volvía prácticamente invisibles a mi lejana visión.  La transformación del paisaje indicaba de forma implícita que el desierto estaba cada vez mas cerca.

La ansiedad por llegar se volvió cada vez más evidente entre todos los turistas. Las siete horas de viaje comenzaron a hacerse notar en los rostros y actitudes de cada uno que delataban una dicotomía entre agotamiento y entusiasmo.

A las siete de la tarde la camioneta que nos transportaba freno y todos, un poco desconcertados, bajamos con nuestros livianos equipajes. Sin embargo, el trayecto no había terminado. Teníamos un nuevo medio de transporte que nos llevaría hasta las dunas del Sahara: camellos.

Nuestro guía turístico se despidió y nos dejo en manos de cuatro jóvenes bereberes que liderarían la excursión nocturna en el desierto. Uno por uno, nos fueron designando un animal. En mi caso, nunca fui muy fanática de las eternas excursiones a caballo y ahora, por primera vez, estaba a punto de subirme a un camello durante dos horas rumbo al Sahara. Mi mente estaba en blanco. No sabía que esperar ni pensar. Me venció una mezcla de intriga y adrenalina y me entregué completamente al lugar y el momento.

Cada camello llevaba una soga en su cuello que lo ataba a otro que caminaba delante. De esta forma se formaron cinco filas formadas de cinco camellos y, cada una de ellas era liderada por uno de los guías. La distancia física entre un lugar y otro era tan solo de 50 kilómetros pero la velocidad dependía exclusivamente del caminar de cada uno de los líderes.

Con sus vestimentas características de la etnia bereber, cinco jóvenes hicieron del lento caminar un trayecto inigualable. Me impactó su sentido del humor. Desde el momento que llegamos, comenzaron a surgir los típicos chistes relacionados a cada nacionalidad. La ironía con que nos hablaban me recordó a ese humor argentino que se suele reír de sus propios estereotipos. De alguna manera, la forma de divertirnos era prácticamente la misma. La distancia geográfica, religiosa y étnica quedaba opacada ante semejante parecido que facilitó la confianza entre todos.

A pura risa y sarcasmo nos fuimos acercando a las dunas. El contexto era realmente impresionante. El sol comenzó a despedirse del día mientras se acercaba a la línea del horizonte rodeado de nubes de colores rojizos. Al mirar alrededor lo único que veía era arena y nada más que arena. No había lugar para las edificaciones, ni siquiera para una pequeña instalación. Sin embargo, mi vista se comenzó a limitar con la rápida llegada de la noche y, por ende, de la oscuridad. De un momento a otro, la luna salió de la penumbra para posicionarse en el centro del cielo y ostentar su elegancia. Era la única luz que nos permitía ver por lo menos a unos metros de distancia. Finalmente, a pesar de la oscuridad se pudo percibir una gran sombra amorfa a lo lejos. Poco a poco, nos acercamos y nos encontramos con un gran campamento.

Cinco enormes carpas en forma de círculo era el escenario que nos hospedaría esa noche. En el centro, un gran fogón nos recibía y daba un poco mas de calor a una noche digna de verano. Con apenas una linterna, nos indicaron cual sería nuestra carpa. Con la poca luz que nos brindaba ese reflector intentamos percibir sus detalles. Tanto el techo como el piso estaban forradas de coloridas alfombras que la volvían un lugar lujoso para dormir. Luego de acomodar nuestras cosas, nos llamaron a comer a la carpa más grande. Allí estaban dispuestas varias mesas listas para recibir a todos los invitados. Nada estaba dejado a la incertidumbre, sino todo ordenado de forma impecable. Comimos una sopa de entrada y como plato principal tajin, una tradicional comida del país que consiste en una especie de cazuela de pollo con verduras hervidas y comino, un condimento infaltable en todo plato marroquí. La hospitalidad de nuestros  anfitriones sumado al clima hogareño del ambiente convirtió a ese día en uno inigualable.

El cansancio comenzó a hacerse notar en las distintas partes del cuerpo. Sin embargo, el día todavía no había terminado. Nuestros guías se ubicaron alrededor del fuego con instrumentos musicales y brindaron un pequeño show a los ojos turistas que parecían no parar de sorprenderse. La alegría reino en el ambiente y subordinó completamente a cualquier signo de agotamiento. Entre todos, comenzamos a cantar canciones conocidas mundialmente y no faltó oportunidad para que yo, junto a otros, toque los instrumentos a pesar de mi poco conocimiento musical. Lo único que importaba era pasar un buen rato rodeados de completos desconocidos que se convirtieron en el grupo ideal en una jornada completamente bizarra.

Pasado un tiempo me acosté en la arena y me quedé mirando el cielo que parecía mucho más cercano e inmenso que de costumbre. Una cantidad incontable de estrellas se esparcían por el fondo tan oscuro que parecían que brillaban de forma intermitente. Al mirar detenidamente se podía detectar la presencia de estrellas fugaces en pleno desierto marroquí. Por un segundo vuelvo a ese momento y sigo sin poder creer en donde estaba. Parece sacado de un cuento, uno completamente utópico.

La noche llego a su fin y nos dedicamos a descansar. A las seis de la mañana del dia siguiente sentimos que alguien nos despertaba detrás de la puerta para poder ver el amanecer. Con grandes dificultades para abrir los ojos ante el cambio de luz salimos hacia el encuentro con los demás. Fue muy raro ver que todo lo que habíamos hecho la noche anterior había tomado forma y color. El sol comenzó a salir del horizonte para comenzar una nueva jornada. Su luz provocó que todo tenga sentido y pueda entender donde me encontraba realmente. Mire donde mire había arena, nada más. Se esparcía infinitamente y parecía no acabar. Fue increíble ver que tal sencillez sea un paisaje tan alucinante. No había nada más por descubrir. El espectáculo se limitaba a eso. La austeridad se volvió extrema para ofrecer un paisaje digno de una envidiable postal.

Fotos: Gentileza Ximena Balbin