Por: Mariano Marquevich
Ahora, yo estoy eligiendo escribir esta nota. En lugar de ir al cine. En lugar de ir a la cocina. En lugar de escribir sobre otra tema, y en lugar de direccionar mis dedos a cualquier otra cosa que no sean las precisas teclas que cumplan con la intención de escribir, con la mayor fidelidad posible, acerca de esto que pienso ahora. La lista de alternativas viables sobre aquello que podría hacer, puede extenderse hasta el hartazgo. Sin embargo, si leen esto es porque no hice otra cosa que escribir esta nota.
En un sentido amplio, cada cosa que elegimos depende para consagrarse de una infinitud de privaciones.
A este mecanismo, uno puede considerarlo injusto, paradojal, angustiante. Pataleá todo lo que quieras… No cambiará.
En este plano mundano de la realidad que nos toca vivir, uno sólo elige algo con la condición de -en ese instante- pierda todo lo demás.
Resulta insólito que a esta limitación de base (que vaya uno a saber, por qué causa hemos de experimentar) le hayamos agregado por monto propio otra dificultad: la atracción al sacrificio.
En la época antigua, en la medieval y en ciertas culturas indígenas, las ofrendas a Dios implicaban ocasionalmente ritos de torturas, daños autoinfligidos o colectivos y hasta asesinatos.
Aunque disminuida en su vigor, esta tendencia persiste en la actualidad bajo las solapadas formas: largas caminatas, ayunos, limosna, privaciones, arrodillamientos, cumplir con penitencias…
Por más insólito que parezca este tipo de comportamiento al ojo de un observador no acostumbrado -en líneas generales- esconde una causa fundamental que es: castigar la culpa de los individuos y elevar ofrendas de sufrimiento a la divinidad.
Si Dios es puro amor. Valdría preguntarse, qué Dios se regocija al recibir regalos de angustia de su hijo, sino un Dios perverso.
Este mensaje demencial es adquirido-a veces subliminalmente- por sujetos -en ambos sentidos de la palabra- influyendo en ellos como mecanismo regulador en otras áreas de su vida. ¿Al que madruga Dios lo ayuda?
Qué ocurriría si creyeras que no sos culpable. Ni aun habiendo cometido la peor de las equivocaciones. No fueses culpable. Podría decirse que cometiste errores, pero nunca culpable…
Hilando más fino, esta sería la ecuación:
Si a la palabra culpa le restamos el error, nos queda como resultado sobrante la atracción a pasarla mal.
Culpa – error = la imagen de identidad sufriente con la que el ego que se identifica.
El resultado de este razonamiento da lugar a esta conclusión: no tenes que hacer sacrificios. “La privación es lo opuesto al bien” (Un curso de milagros).
Mariano, lo de la privación es inevitable. Si vos quisieras ayudar a un anciano a cruzar la calle es inevitable que pierdas tiempo al hacerlo; si quisieras darle unas monedas a un pobre, perderías de tu billetera el monto exacto que decidas extenderle…
Exacto, la diferencia sería sutil aunque radical… El bien (que es la expresión del amor) sólo tiene visión para aquello que intenta beneficiar. No se da cuenta lo que no esta eligiendo, ni lo que estaría “perdiendo” pues su atención no está puesta allí. No le interesa ser visto ni no ser visto. Ser reconocido o ignorado. Es la desintegración de lo que no existe. Desde esa “otra óptica” uno se convierte en amor y punto.
LLAVE MAESTRA
- En un mundo donde para elegir algo se debe renunciar a todo, que la atracción a la culpabilidad no te agregue un obstáculo mas… Restale a la culpa lo que tenga de error, y deshacete del resultado sobrante.
PD: Aplicando esto no vas a ser ilimitado (limitless) pero vas a tener menos limites (limit-less). ¿Te parece poco? Por algo se empieza…
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