Por: Mijal Orihuela
Releyendo revistas viejas encontré (en Inspiración, marzo 2014) una frase que dice así:
“Los mejores edificios pueden impulsar cambios en el mundo, pero tras décadas de impresiones y juegos visuales, los inmuebles transformadores deberán tender puentes, no solo entre el pasado y el futuro, sino también entre la cultura, la ciudad y la sociedad.”
Hemos hablado ya en posts anteriores de que al hacer una construcción inserta en el tejido urbano afectamos al espacio público y a la identidad y calidad de la ciudad, entre otras cosas, y que profesionales de todo el mundo ven los megaedificios que construyen como una oportunidad de generar espacio público cualificado. Es decir que partimos de la hipótesis, ya comprobada, de que un edificio puede generar cambios a nivel urbano: modificar la imagen de un barrio, revitalizar su alma e, incluso, la ciudad que lo contiene.
Entendemos también que esto no es sencillo y que no se hace ciudad sólo con buenas obras de arquitectura. Sin embargo me surge aquí otra interrogante, ¿qué es un edificio icónico?, ¿necesita un edificio para ser icónico ser grande y llamar la atención?, ¿son únicamente las construcciones icónicas las que pueden transformar la ciudad en que se localizan? Desde la acepción más tradicional, un ícono ha de ser llamativo, sorprendente, altamente visible, bello, de gran calidad y representar al lugar en que se emplaza en el imaginario colectivo, ya sea de los habitantes del lugar y/o de los foráneos. Sin embargo, considero que una obra no necesita ser icónica para transformar la ciudad. Por ejemplo, en una zona muy densa y carente de vacíos urbanos un edificio enterrado puede, desde su casi absoluta invisibilidad, generar un importante cambio en su entorno al producir el espacio para un parque o plaza. Este espacio público podrá a su vez, o no, constituirse en un ícono local. Por otra parte, un edificio visualmente poco impactante puede incorporar nuevas tecnologías y conceptos que tiendan un “puente” entre pasado-futuro, entre local-global, que lo constituyan como ícono. Desde esta óptica, analizar algunos de los “clásicos” de arquitectura, así como distintas propuestas para un mismo edificio de estudiantes o profesionales, nos permiten visualizar diversas alternativas a la hora de buscar hacer ciudad. Sin perder de vista, que el éxito de dichas intervenciones depende a su vez de otras operaciones de mejoramiento urbano y que se debe tratar de infraestructuras necesarias para la sociedad en cuyo territorio se insertan, o al menos deseada por la misma. El ejemplo más emblemático de revitalización urbana a partir de una obra de arquitectura única es el Guggenheim de Bilbao, diseñado por Frank Ghery e inaugurado en 1997, al punto de que cuando un edificio es capaz de sanear una ciudad o barrio se lo llama “efecto Guggenheim”. Como es de esperar, el museo fue un complemento de una obra urbana mayor: el saneamiento de la ría Bilbao, sin embargo, su efecto centrípeto fue enorme al motivar que las agencias de turismo incorporen la ciudad como parada casi obligada.
Por otra parte, el Colegio Santo Domingo Savio en Medellín, diseñado por Obranegra Arquitectos en el 2008, es un edificio que no busca llamar la atención (para eso está la cercana Biblioteca España) sino que crea un espacio público poco usual en los barrios autoconstruidos.