Por: Noelia Schulz
Lo miro a Octavio y suspiro. Hace tan poquito era un bebé. Una bolita acurrucada en mi pecho, día y noche. Mi mitad inseparable. Y hoy es un NENE: corre, salta, dice cosas, tiene una memoria de elefante, dibuja rayas torcidas (en la pared, por supuesto), come solo. ¡Y pensar que te dicen que se malacostumbran! ¡Que no lo dejes dormir en tu cama, que le saques la teta (o le des más teta o le des mamadera o Nestum), que no le hagas tanta upa, que le pongas límites, que lo dejes llorar, que “establezcas rutinas adecuadas de comportamiento” y no sé qué más! Te dicen tantas cosas contradictorias y una, primeriza, duda. Porque todas dudamos. Aunque hayamos leído setecientos libros y estemos convencidas de algunas cosas, en el fondo dudamos mucho más de lo que quisiéramos.
Que el tiempo vuela es un cliché. Todos lo dicen. Y con los chicos, se hace muy cierto. Aunque en el momento la demanda parece desbordarnos. Lo sé. La maternidad puede ser intensa, nueva, arrolladora. Un huracán emocional que nos pasa por arriba. ¿Saben en qué pienso yo? En esa frase hecha. ”El tiempo vuela”. Ese pedido constante de brazos que hoy nos enloquece mañana lo extrañamos, porque nuestro bebé ya gatea. Ese reclamo de atención que en por momento parece esclavizarnos y quedarse con nuestra independencia para siempre va a ser motivo de nostalgia muy pronto. Y esa atención 24×7 se va a diluir, y cuando nos acordemos nuestros hijos van a tener 10, 20, 30 años (¡guau!). ¿Y queremos sentir que nos perdimos algo? Ese segundo, esa sonrisa contagiosa, esa siesta compartida, ese gesto único, esa primera palabra que sólo vos entendés, ese logro mínimo y gigante a la vez, esa payasada que te hace reír como una tonta y tener 5 años de nuevo. Yo no quiero perderme nada.
Entonces, si el tiempo vuela… ¿Por qué será que la gente está más preocupada por un futuro incierto que por disfrutar al máximo el día de hoy?