Por: Juan Chiramberro
Esta publicación va exclusivamente presentada a usted, señor, señora, que nunca ha oído hablar de Ensenada. Esta ciudad, junto a Berisso, es la responsable de la actividad industrial más importante de la Región La Plata. Sobre sus tierras reposan algunas de las fábricas más sustanciales de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, en lo que respecta a la producción siderúrgica y a la de refinación del petróleo.
Al hablar de Ensenada, además, estamos describiendo a un pueblo que nació a la vera del Río de La Plata. Este detalle es tal vez el más eminente para explicar por qué Ensenada es de las localidades más viejas de la provincia, siendo que los cuentos que se han escrito en los grandes manuales de historia americana, nos llevan a pensar que los primeros y más significativos hechos trascendentales para una nación, y las más intensas transformaciones culturales que han atravesado a las civilizaciones, tienen estrecha relación con la actividad portuaria. Y en esta región, siempre hubo un puerto estratégico.
Entonces, no es errado suponer que un importante número de fenómenos sociales que marcaron los rieles de este país hayan nacido en este lugar. Aquí, por ejemplo, se forjó la resistencia a las invasiones inglesas allá a principios del siglo XIX, en las que participó Santiago de Liniers organizando a los ejércitos en el Fuerte Barragán para combatir a las tropas británicas que, como siempre, buscaban anexarse y apoderarse de tierras que no les pertenecían. Aquí, también, por ejemplo, se organizaron algunos de los grupos de obreros que, junto a otros trabajadores de Berisso, dieron inicio a la histórica movilización del 17 de octubre de 1945. Aquí, también, por ejemplo, se registró una cinematográfica convocatoria solidaria para asistir a los afectados de la inundación del pasado martes 2 de Abril. Y muchos lo hicieron con los pies mojados, porque aquí, también, entró el agua en las casas.
Entonces, cada vez que en este espacio se hable de Ensenada, se la va a escribir con mayúscula. No sólo por la obligación ortográfica que indica esa ley para todos los nombres propios, sino también, porque cuando se hable de Ensenada, se extenderá al significado de esas ocho letras, a las más de 50 mil personas que flamean una gran bandera, una inmensa bandera, que lleva escrita el nombre de cada barrio de esa ciudad, desde la primera esquina de Punta Lara hasta la última parada de colectivos en 60 y 122.
Quedará, entonces, para futuras publicaciones, recorrer los hechos históricos más significativos de esta fantástica ciudad. Quedará para más adelante exponer ese conjunto de paisajes que nacieron en las inmediaciones de ese increíble accidente geográfico costero, y que fueron habitados por personas que, por sobre todas las cosas, fueron y son laburantes. Porque Ensenada fue construida por obreros, por portuarios, por metalúrgicos, por carpinteros, por hombres y mujeres que trajeron a sus hijos para que crezcan respirando los vientos del Río de La Plata, para que aprendan a jugar al fútbol en las calles, para que entiendan que es en el barrio, en la amistad y solidaridad con el vecino, el lugar donde se inventan los más reales valores de la vida. Por todo ello, es que en Ensenada existe, aún, el barrio en su estado más puro, sin grandes edificios que apresuren la despedida del sol en los atardeceres.
El pasado 5 de Mayo, Ensenada cumplió 212 años de su fundación. Sí, 212. Doscientos doce. Tiene más años que la Revolución de Mayo. Con la excusa de este acontecimiento, me acerqué en cuanto pude a tratar de grabar una imagen de un día cualquiera de este rinconcito del país para mostrársela al resto del mundo. Estacioné la pequeña moto que me acompaña desde hace mucho tiempo, en la vieja estación de trenes que hoy en día es un Centro Cultural, y ni bien había apoyado el casco sobre el espejito derecho del vehículo, miré a mis alrededores y creí estar en uno de esos tumultuosos mercados medievales, algo así como las ferias a las que Disney le dio vida en películas de la talla de Aladdín o El Jorobado de Notre Dame.
Centenares de personas se disputaban, armoniosamente, un lugarcito para comprar un vaso de medio litro de cerveza artesanal en Irlanda, un “burrito” de queso y aceitunas en Colombia, o una porción de buseca, o riñón con papas a la provenzal, en alguna carpita que revalorizaba los platos locales de la provincia. Esto pasó ayer, domingo, pisadas las cuatro de la tarde en los pasillos de la colorida Feria de las Colectividades. Ensenada fue, durante todo el fin de semana, el país de los países.
Se trata de un mercado itinerante, de esos que hoy están acá y mañana están allá, pero que pasado vuelven a estar acá. Y esta vez, volvieron a residir más tiempo de lo que habían estado en las ediciones anteriores. Desde el miércoles a la noche, miles de habitantes de la región degustaron platos típicos de las diferentes comarcas de las provincias argentinas, del resto de nuestra América, y de algunos otros países de África y Europa.
La columna de carpas, todas de techo empinado al cielo, tenían los más diversos colores, lo que hacía de su conjunto un extraordinario arcoíris de tela. Bajo cada lona se escondían los más disímiles secretos del gourmet mundial. Cualquiera que haya pasado por los pasadizos del mercado fue testigo del más acentuado rejunte de aromas y sabores. La viciosa fragancia de las rabas que freían en España, el escandaloso olor a chorizos a la pomarola de Italia y las bocanadas de vapor que emanaba un gigantesco disco rebalsado de paella de mariscos, en Perú, chocaban con el empalagoso perfume que contagiaba el membrillo derretido de los pastelitos de los representantes de Salta y el seductor incienso que habían encendido en el sector reservado para los artesanos ensenadenses.
Todo eso convivía en el mismo hábitat, y todo, o casi todo, era consumido desesperadamente por los visitantes que, a conciencia limpia, no querían perder la oportunidad de llevar su cabeza un ratito a esos fantásticos mundos que proponían conocer los representantes de cada lugar.
Porque es muy simple soñarse en las playas de Copacabana cuando uno tiene una batida de maracuyá en las manos. Porque es muy agradable sentir que uno puede, un domingo cualquiera, salir de su casa, caminar unas cuadras, y atravesar sin mucho más esfuerzo, el fantástico y azulado Océano Atlántico para estacionarse en la desconocida ciudad nigeriana de Lagos. Allí, entonces, poder apreciar cómo un inmenso mazacote de carne en forma de trompo gira sobre su eje para cocinarse rozando una pantalla, una especie de estufa vieja a gas comprimido. Luego, esa inmensa frutilla de lomo sería rebanada en pequeños retazos para ser introducidos en una especie de panqueque árabe, quedando en forma de empanada abierta, y salir a la venta al precio módico de treinta pesos, para enchastrar todo tipo de brazos que subestimasen la idea de que, este plato, podría ser ingerido sin un previo plan que demuestre serena prolijidad. Lo mismo que pasa con los helados en cucurucho.
Uno puede pasar horas mirando rostros y reflexionando sobre lo maravilloso y diverso que es el mundo. Estar en la Feria de las Colectividades es estar un breve lapso de tiempo en las calles de las ciudades más importantes de cada continente, o más bien, es como estar en las avenidas de la ciudad capital que anfitriona un mundial de fútbol. El planeta se reduce a un callejón, a un pequeño reducto en el cual cada terrestre reluce con orgullo los colores de su patria, las penas y las conquistas logradas en siglos de historia, los reclamos, los remordimientos y los anhelos. Sin embargo, ahora, todo ello no tiene forma bélica, como lo ha intentado incentivar el fatídico transcurso del Siglo XX. Al menos, en este pequeño país de los países, no reinan los reyes ni existen colonias. Cada trabajador, en esta feria, es responsable de sus medios de producción.
El bailoteo de un muchachote haitiano que, mientras realizaba un trago a base de frutas en una licuadora, y reboleaba en los vientos rioplatenses sus artísticas y brillantes trencitas, se contraponía a la frialdad de una joven representante de Polonia que, del otro lado de la Feria, ofrecía algunos bocaditos dulces y esponjosos para acompañar el café, mientras era escoltada por la imagen de Juan Pablo II, que se imponía en el fondo de la roja y última carpa del pasillo del mercado.
Las seis de la tarde de ese domingo estaban anunciando que el sol ya se había retirado casi en su entereza. Las luces de corso tomaron protagonismo en la renaciente noche ensenadense y algunos colombianos se animaron a subir al pequeño escenario que se había montado en una de las entradas al mercado.
Por esta vez, la gente no parecía tener ese dolor de cabeza por ser domingo, ni los estudiantes universitarios se lamentaban la llegada de la noche bajo esa forma apocalíptica que algunos representan en sus redes sociales.
Por este fin de semana, al menos, Ensenada fue cumbre. Fue el país de los países. Y cuando el pueblo sale a las calles, la felicidad de sus habitantes pareciera manifestarse en su estado más puro, y eso, a veces, es aprender a disfrutar de las cosas, incluso, aún, siendo un domingo cualquiera.
Agradezco, en esta ocasión, a Ana Paula por la producción fotográfica.