Por: Juan Chiramberro
Se mueven los pastizales. Se oye el roce de las hojas y parecen rayarse contra la piel escamosa de un alargado ser que acecha. La adrenalina se presenta en su estado más puro y no sabés si correr o hacer frente a lo que aparecerá en cualquier instante detrás de ese amazónico paisaje. Entonces, recordás todo lo que viste ese domingo aburrido en el National Geographic y sentís un cóctel de emociones encontradas. Sabés que podés perder la batalla, que su destreza seguramente te supere con agilidad en las experiencias compartidas con la naturaleza y que el veneno puede helarte las venas, sin más. Pero entre toda esa película, notás golpear el sol en la nuca y el viento en el pecho, los mosquitos se apilan para demandarte más combustible y el barro se ta ha hecho cemento en un par de zapatillas que nunca estuvieron alertadas de su bohemio destino. Te sentís vivo porque sos parte de ese paisaje animal que tantas veces leíste en los Cuentos de la Selva, porque te encanta la idea de saber que estás en una isla. Entonces, agradecés al Dios de las ideas por haberte hecho caminar por esos pasadizos y por haberte incitado a despegar el pantalón de ese sillón en el que te pasaste varios fines de semana mirando televisión.
Ahora ves el claro. Llegaste a una inmensa playa de arena sólida, atravesada sólo por gruesas venas de agua dulce que aún tenés que serpentear. Creés, entonces, en que el paraíso siempre estuvo cerca y maldecís a las necesidades inventadas por haberte distraído tantos años. En el infinito se dibuja la línea del horizonte más nítida que conociste, y las sombras de los gigantes de acero, que se apilan en el fondo de la imagen, giran cada vez que la corriente cambia su curso. Te disponés a preparar el mate y a pensar que fulanito o menganita no se lo hubieran bancado, que ese charco era más profundo de lo que parecía, que la primera araña, de un color casi inventado, los hubieran frenado antes de apoyarse en el primer árbol para descansar. Tu cuerpo, atado a una aventura contada en narrador omnisciente, quiere seguir dibujando la historieta y, entonces, perfumado por la brisa del Río más ancho del mundo, comienza a sentir que puede más, porque volvió a sentir la juventud en su estado más excitante. Desde entonces, tu cuerpo te dice que jamás dejará de hacer eso, que no quiere volver a estar tanto tiempo sin tocar la crudeza de la arena con los extremos de sus pies, aunque las ronchas empiecen a picar, aunque los pastizales se vuelvan a mover.
FIN.
La Isla Paulino compite entre los escenarios naturales más impactantes de la Región La Plata. Esta pequeña porción de tierra situada en un rinconcito de la ciudad de Berisso, podría transformar una clásica tarde aburrida del fin de semana en una mágica secuencia de aventuras.
Llegar a la Isla Paulino no es para nada complicado. Hay que acercarse hasta el centro de ciudad de Berisso, en el embarcadero del Puente 3 de abril y Avenida Montevideo, y pedir boletos para subirse a las lanchas que suelen salir cada dos horas a un costo de 40 pesos por persona (Ida y Vuelta). El viaje por las aguas del Río de La Plata se estima entre 10 y 20 minutos.
Llevando repelente y un equipo de mates, cualquier tarde puede ser distinta. Para los que se animan a pasar la noche, también hay campings para instalarse.
Los horarios de ida son: 8 horas/ 10 horas/ 12 horas/ 14 horas/ 16 horas/ 18 horas.
De vuelta: 8:30 horas/ 10:30 horas/ 12:30 horas/ 14:30 horas/ 16:30 horas/ 18:30 horas.