Por: Juan Chiramberro
Se nos murió Gabriel García Márquez, y qué cosa extraña esto de adjuntarle el concepto de muerte a su nombre. Es que el tipo entendió mejor que nadie de qué trataba todo esto, y nos dejó naufragando, envueltos, una vez más, en este misterio real, tenebroso y maravilloso misterio, de ver cómo la carne desaparece ante nuestros ojos, sin más.
Nos preguntamos, entonces, qué habrá pasado por el pensamiento invisible que se escondió detrás de la inminente parte frontal de su cara en ese último instante de presencia. Con el cuerpo viejo y degastado, García Márquez pasó sus últimos meses deambulando entre la frontera que separa a lo de acá con lo de allá. Qué maravillosa obra hubiera salido de todo eso, cuántas respuestas hubiera resuelto y con cuántos acertijos nos hubiera hecho jugar. Pero el secreto se lo llevó consigo, porque de eso se trata el realismo mágico.
Nadie aprenderá nada de García Márquez si no está dispuesto a jugar al juego de la vida, si no adopta como parte de su propia realidad a todo ese gran misterio maravilloso que lo abraza. En el juego de García Márquez pierde el que hace de su historia un algo cotidiano, el que se conforma con las normas impuestas, pierde el que no dice nada y el que se queda sentado, pierde también el que se aburre de los días, el que no busca cambios radicales, el que no se enamora, pierde el aburrido, el ortodoxo, el clásico y el conservador, pierde el que no quiere naufragar y pierde el que no logra darse cuenta a tiempo de que la historia siempre tiende a ser cíclica, y, salvo que se interrumpa con un hecho revolucionario, así quedará.
Este es el primer día de los cien años de soledad que nos dejó.
La ciudad de La Plata, al igual que todos los pueblos unidos de Latinoamérica, encuentra parte de su identidad en la obra de García Márquez, y le escribe, y lo llora, por haber sido uno de los más grandes representantes de su verdad, de su real y mágica historia.