Por: Andrés y Milagros
Desiertos y selva. Ruinas y cenotes. Montañas y lagunas. Mar Pacifico y Mar Caribe. Ciudades de torres modernas y gigantes y de edificaciones coloniales y llenas de colores. En sus más de 20 millones de metros cuadrados de superficie, Latinoamérica tiene todos los paisajes.
Andrés y yo somos testigos: desde que empezó nuestro viaje recorrimos pueblos, islas y ciudades de Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Guatemala y México. En todos esos tramos, las reglas del ambiente y las posibilidades de sus territorios fueron distintas. Por eso, en esta nota quisimos rebobinar el tiempo y revivir los contrastes que hasta hoy nos regaló nuestro Continente.
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La primera prueba de que efectivamente habíamos llegado a un clima desértico apareció apenas bajamos del colectivo. La ráfaga de calor caliente nos dio justo en la cara. Una bocanada de aire áspero, directo y sin escalas.
Desde Ica –la ciudad donde se emplaza el oasis- y en un taxi compartido con otros turistas llegamos a la aridez extrema del pueblo de Huacachina. No esperábamos que fuera tan chico ni tan imponente. En tan poco espacio y con una geografía tan diferente a lo que habíamos visto hasta entonces.
La zona surgió a raíz de un atractivo muy particular: en el medio de enormes dunas se encuentra un increíble oasis, un pequeño espejo de agua. Allí, en medio del desierto, como en la películas. Desde que la descubrieron, peruanos y extranjeros la convirtieron en un balneario distinto. Hace más de sesenta años, los antiguos presidentes la habían elegido como lugar de vacaciones –afirmaban que sus aguas eran curativas por su nivel de salinidad-. Hoy, al pueblo le quedan sólo algunas huellas de su época dorada, como su gran malecón y hoteles coloniales.
Allí, los tours que ofrecen a los turistas incluyen un raid en jeep y la posibilidad de ver el atardecer en lo más alto de esas montañas blancas. Nosotros elegimos simplemente caminarlas e intentar –algunas veces con éxito- deslizarnos hasta la base a toda velocidad en una tabla.
Para explicar la extraña formación, los lugareños tienen tallada en una de sus paredes la leyenda que le da nombre al pueblo, la de la princesa Huacca China. El relato popular se refiere a la doncella que mientras lloraba la pérdida de su amado –un guerrero inca- se tropezó y cayó, formando una inmensa laguna de lágrimas. Y a sus vestidos que cayeron, formando los cerros.
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No puedo ni contar la cantidad de veces que dormimos en carpa durante el viaje. Sin embargo, sólo en Puerto Misahuallí –Ecuador- los sonidos de la noche llegaron a ser tan diferentes. Empezaban cuando recién caía el sol y cuanto más entrada la oscuridad, más crecía. Había ruidos de todo tipo. Croar de ranas gritonas, pájaros de voz aguda, monos aulladores, crujientes ramas que soportaban el peso de animales en tránsito. Las voces se superponían constantemente. Incluso, si se les prestaba atención, podía encontrarse cierta comunicación entre algunas de ellas desde distancias insólitas.
La presencia de tantas especies tiene que ver con que a este pueblo le dicen “la puerta del Amazonas” y está en plena selva. Estando ahí, se pueden avistar todo tipo de pájaros, plantas con colores rarísimos y lo infaltable: insectos de todos los tamaños, a gusto del consumidor. Desde los invisibles –pero de picadura intensísima- jejenes hasta los moscardones gigantes cuyos aleteos se sienten a metros de distancia.
En la escuela, la pequeña comunidad que se ubica adentrándose en el río, aprende español y aún siguen conservando el idioma quechua. El edificio está emplazado en el centro, junto con lo que los argentinos llamaríamos “potrero” de fútbol, un kiosco y un pequeño comedor. Ahí fue donde pedí pescado y me enteré que a mi plato se lo comía con la mano. Unos minutos y mucha concentración puesta en no tragarme las decenas de espinas después, quedé satisfecha.
De lo que pudimos ver, en la selva también existen rutinas. Aunque claro, no tienen muchos puntos de coincidencia con las estresantes de las grandes ciudades. Por la mañana los nenes concurren a la escuela, mientras sus padres trabajan en el cultivo. Esta puede no ser siempre la regla: muchas otras lamentables veces, además del adulto también se los ve trabajar a los más chicos.
Por la tarde, los varones salen a pescar en sus canoas con redes y lanzas, al tiempo que sus mujeres lavan la ropa en el río. Antes que anochezca, ya todos emprenden camino de regreso a sus casas. Durante nuestra estadía, además, algunos de sus habitantes también ensayaban bailes y cantos con vestimentas antiguas para exhibir ante las visitas de los turistas que llegan y se van en tours de menos de una hora. Mientras, algunos de los más pequeños se escapaban de sus actividades para encontrar un lugar cerca de la televisión de la tienda
Para nosotros, que nacimos y crecimos en la ciudad, nos resultaba difícil imaginarnos cómo podríamos sobrevivir en una zona tan agreste, llena de animales que no conocemos y territorios imprevistos. Inmediatamente después, nos acordamos de los enormes machetes, las vestimentas y el conocimiento de defensa que ganaron a lo largo de sus vidas quienes lograron nacer, crecer y vivir en plena selva.
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La península de Yucatán, en México, tiene muchos atractivos. Su mar turquesa, sus lagunas e incluso, para quienes les gusta el ajetreo, también balnearios enormes de resorts comerciales modernos. Pero a mí lo que más me sorprendió no fue nada de eso, sino sus cenotes: cuevas formadas de piedra caliza y arcilla que, por derrumbarse, formaron estanques subterráneos.
No me imaginaba qué características tenía ni qué tipo de animales encontraríamos dentro. Una vez sumergida, al momento de mirar por debajo de lo que suponía era el suelo me di cuenta donde estaba. Era un mundo al que jamás había accedido antes. De peces que te acompañan de cerca, de piedras lejanas que esconden todo tipo de vida. Del asomo repentino de la luz del sol y el descubrimiento de nuevas formas. De murciélagos sobrevolando las estalactitas y rocas colmadas de algas que ocupan todo el terreno.
Durante nuestras visitas no llegamos a bucear, pero si hicimos snorkel. A pesar de las limitaciones que eso impone –con un tanque es posible meterse en los más profundos pozos y cuevas del entramado geológico- habernos nadado en este particular fenómeno natural nos impactó. La sensación onírica de su paisaje y el agua como único sonido constante, me regalaron una pausa de puro silencio. Pero sobre todo, me abrieron la puerta a este nuevo universo.
(Segunda parte en la siguiente edición)