Por: Andrés y Milagros
Ciudades latinas
La decisión de incluir algunas grandes ciudades en nuestro itinerario tuvo un doble fundamento. Por un lado, queríamos conocer los museos, las antiguas arquitecturas coloniales, los centros y los puntos estratégicos donde los protagonistas de la historia de los diferentes países lucharon por sus territorios. Por el otro, buscábamos en las grandes urbes los productos y servicios que los pequeños pueblos o lugares aislados no podían darnos: las librerías, la enorme oferta de comidas regionales y los enormes mercados populares de frutas, verduras y carnes presentes en todo el Continente. Así, pasamos por las grandes capitales de Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica y México. Y de algunas de ellas tenemos estos recuerdos.
Quito: la mitad del mundo
Llegamos a Quito en plena víspera de elecciones presidenciales. Esto no definió en lo más mínimo nuestra estadía, pero sí le agregó una cierta cuota de contacto con la “temperatura política” del país. Por estas fechas, los afiches proselitistas eran parte de la geografía. Estaban pegados en las paredes de los edificios públicos, en los vidrios de los colectivos, en los kioscos y hasta en las casitas precarias y perdidas de las afueras de la ciudad.
Los conceptos giraban a dos concepciones: el cambio o la continuidad. Allí, ante la pregunta –atrevida por nuestra parte- de a quien elegiría, las respuestas se bifurcaban, subían de tono o simplemente, atinaban a concentrarse en oraciones simples y concisas. En ese contexto, para nosotros Ecuador fue el país que nos dejó alguna idea de sus realidades profundas, a pesar de haber pasado por allí sólo algunas semanas.
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“No podés ir a Quito y quedarte sin visitar la mitad del mundo”. Esa fue la frase que resonó en nuestros oídos cuando a pesar de nuestro cansancio –venía de trabajar en una granja orgánica en plena selva ecuatoriana a cambio de casa y comida-decidimos emprender camino hacia allá. Lo que nos esperábamos era un monumento que simbolizara que por sus coordenadas geográficas, en ese preciso lugar se encontraba el punto exacto donde se dividía la Tierra.
La explicación radica en lo siguiente. La Línea Ecuatorial terrestre es aquella que matemáticamente e imaginariamente divide al mundo en dos partes llamadas hemisferios: Hemisferio Norte y Hemisferio Sur. Y según investigaciones científicas, es aquí donde se encuentra esa división. En lo que nosotros creímos sería un simple monolito y resultó ser toda una ciudad: la “Ciudad Mitad del Mundo”.
El predio ocupa varias manzanas y se compone de pequeños edificios y tiendas ordenados alrededor del famoso punto estratégico. Allí hay museos, restaurants donde venden toda clase de comidas –incluso, los impresionantes cuis asados- e incluso, un Planetario. Allí, la función apunta a explicar las formas de las constelaciones y a detallar cómo algunas de ellas fueron interpretadas por los pueblos andinos como elementos predictivos en cuanto a la agricultura, fecundidad, etc.
Colombia de colores
A diferencia de muchas otras ciudades, Cartagena de Indias puede dividirse en dos de manera clara y a partir de un límite geográficamente establecido: una enorme pared que rodea la zona llamada “ciudad amurallada”. Adentro, el tiempo parece haberse congelado en la época colonial, con sus casas de colores y estructuras ornamentales únicas. En cambio afuera, en la zona de Bocagrande, esta ciudad tiene más similitudes con Miami que con cualquier otra tierra latinoamericana. Sus enormes rascacielos y marcas de puro lujo decoran sus calles, en la zona que rodea las playas.
Bajo esta misma lógica-pero con límites menos tajantes- funciona Bogotá, la capital colombiana. En esta ciudad, las zonas céntricas se mezclan con La Candelaria, un reducto de no más de cuarenta calles donde se encuentran los museos (entre ellos, el dedicado a Botero), los restaurants de comida típica más selectos, los hostels para extranjeros y las calles de
adoquines. Nadie que la visite puede dejar de ir a la feria de Usaquén, a unos cuarenta minutos del centro. Allí, todos los fines de semana se despliegan artesanos que exhiben desde manualidades con metales preciosos hasta comidas regionales, dulces únicos o café del más puro y naturalmente colombiano.
En este país, Medellín fue nuestra sorpresa más grande. Donde esperábamos encontrar una ciudad más la encontramos a ella: moderna, limpia, innovadora. Sus museos, su metro y sus parques nos dejaron boquiabiertos por su organización y funcionamiento. Pero sobre todo, lo que más nos enamoró fue el Parque Explora, un predio de innovación y tecnología con enormes áreas de juegos desafiantes para los sentidos –vista, tacto, gusto, olfato y oído- y una sala de cine 3D dedicada a la concientización del medio ambiente a través de sus diferentes proyecciones. Aunque con enormes contrastes según la zona donde se transitara –ya que todavía quedan resquicios de la época de pleno narcotráfico de las filas de Pablo Escobar-, esta ciudad tiene el sello único del cuidado de quienes la habitan.
La impronta única de La Habana
Por su historia y su realidad política y económica, La Habana, en Cuba, es la ciudad que más difiere de todo el resto del Continente –por lo menos, de las que visitamos en estos meses-. Sus edificios roídos, su malecón mágico, sus restaurants de antaño, sus comidas especiales, su música a toda hora y lugar y la calidez
extrema de sus habitantes hace de este lugar un espacio para el disfrute y también, la reflexión Es que aquí, en las calles, los bares y los parques, todo es debate y puesta en común de pensamientos sobre las diferentes realidades en la isla. Por todo el combo, fue que a diferencia de otras urbes, de esta capital mítica nos hicimos adictos. Y a diferencia de otras urbes, decidimos dedicarle mucho más tiempo para caminarla y desentrañar sus secretos.
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Playas de postal
En Latinoamérica, las playas son de postal. Ya sean de mares turquesas y calmos en el Caribe o de azules arenosos y desordenados en el Pacífico, llegar a ellas siempre simboliza empezar el verdadero relax. Dedicarse a tomar sol, jugar con las olas o caminar en extensiones inmensas de arena hace que sea donde sea que se haya pasado antes, estos lugares se transforman inmediatamente en los mejores para dedicarse a hacer nada.
El Pacifico
Para nosotros, el Parque Nacional Bahía Ballena, en Uvita, Costa Rica, significó un hogar en medio del viaje. Allí leímos, nos cocinamos sano y escuchamos música hasta que nos diera sueño. En esas playas desiertas y gigantes, el constante vaivén de la marea generaba las condiciones perfectas para dos cosas: surfear y observar animales marinos en todos los rincones.
En el primero fuimos novatos. No nos habíamos subido más de una vez a una tabla y por eso, tuvimos que preguntar y repreguntar hasta poder incorporar, ya adentro del agua, las sugerencias de personas más avispadas en el tema. Pararse con las rodillas dobladas, hacer equilibrio, subirse de un salto y hacer fuerza con todos los brazos…muchas acciones para un principiante. Sin embargo, con el paso de los días pudimos ver algún que otro avance, observando el tamaño y la dirección de las olas y tratando de elegir las más adecuadas para nuestro reciente manejo del deporte.
De todas las playas del viaje, Máncora, en Perú, fue la primera. Después de haber pasado por las imponentes ruinas de Machu Pichhu y el oasis de Huacacchina, llegamos a esta zona sin saber muy bien con lo que nos íbamos a encontrar. Y resultó ser que nos topamos con el lugar con los mejores atardeceres del mundo. De cielos naranja furioso y soles acelerados por desaparecer. De nubes-arcoiris y corrientes de aire perfectas. En este pueblo construido de casas de bambú y arena, volvimos a comer en los clásicos mercados de abasto latinos y esta vez, con el lujo más grande: el de poder acceder a los mejores pescados recién sacados del agua a precios irrisorios.
El Caribe
A la isla de Barú, en Colombia, llegamos después de un micro, uno bote y una combi. Es decir: una pequeña odisea, teniendo en cuenta que cargábamos con las provisiones para cinco días en medio de la nada. Cuando llegamos nos dimos cuenta que el lugar era literalmente una isla: allí no hay lugares para comprar alimentos –salvo algunas hamburguesas en puestos sobre la playa- ni luz, ni agua potable. Esa fue la primera vez que aprendimos a regular el sueño según la salida y la puesta del sol y también, la primera vez que nos bañamos bajo métodos algo ¿rústicos?, a pleno baldazo y ducha improvisada.
Al archipiélago de 365 islas de San Blás llegamos después de 48 horas de viaje –desde Colombia hasta Panamá-en el velero Olyssee II. Allí nos encontramos con los indios kuna, que habitan esas tierras desde hace siglos y lograron independizarse de otros poderes. Por eso, allí rigen sus reglas y ellos administran la forma en la que cuidan y explotan turísticamente la zona. Estar en Chichimé-una de sus islas- nos ayudó a comprender que el paraíso terrenal es posible. Allí, casi solos en medio de una isla de aguas transparentes, palmeras y caracoles enormes y un fondo del mar –visible si nadabas sólo unos metros hacia el fondo- repleto de peces, algas, corales y vida- nos despertamos con el ruido de los pájaros y nos dormimos viendo cómo el plancton se reflejaba en el agua y brillaba tanto que nos hacía pensar que alguna estrella se había caído a la altura de nuestros pies.
En México, Tulum y Holbox fue, cada uno a su manera, una nueva forma de conocer este increíble país. En Tulum –mucho más comercial y turístico que Holbox- nos quedamos una semana en un camping sobre la playa y allí nos cocinamos, vimos atardeceres, caminamos y conocimos continuamente personas con las que compartimos experiencia de viaje. Allí también fue que nos zambullimos en los cenotes, una experiencia aparte que se diferenció de todas las demás.
A Holbox llegamos siguiendo el Festival de Cine –ese sería uno de los puntos donde se proyectarían películas- y considerando que el lugar sería ideal para combinar ese entretenimiento y el placer se seguir viviendo la playa. Me sorprendí mucho cuando me encontré con un pueblito tan pequeño, de calles de tierra y arenas desoladas, todo entero para nosotros. Por lejos, esta isla fue uno de mis lugares favoritos. Por su mar y su arena pero sobre todo, porque cientos de pelicanos la eligen como espacio para relajarse y esperar su presa. Donde montan vuelo, se largan al cielo y se zambullen de repente –y según parece, bajo cálculos simétricos- hacia el agua en búsqueda de su comida ahí, justo delante de los ojos de uno, todo el día y a toda hora.