Por: Leticia Estévez
La paleta de grises que pinta la ciudad se esfuma lentamente con el paso de las horas. Los edificios se engalanan con el brillo de sus luces y convierten a Lóndres en una de esas ciudades que se embellece con la llegada de la noche.
Detenida en el Hungerford Bridge todos mis sentidos se exaltan. El azul del London Eye contrasta con los ocres del Big Ben, un clásico al que no me canso de admirar. Lo miro y pienso: “No es casualidad que el símbolo de los ingleses sea un reloj.” No recuerdo cuanto tiempo estuve con la mirada perdida hacia esa dirección.
La brisa de la noche acompaña el lento curso del río Támesis y el silencio se convierte en cómplice de miradas que lo dicen todo.
Las últimas campanadas de la torre del reloj hacen eco entre las calles, despidiendo al día que fue.
Las luces del Parlamento se apagan bruscamente, pero la magia de ese momento persiste durante un tiempo más en el aire.
Me esfuerzo por recordar como era ese edificio iluminado, lleno de vida, pero solo veo difusa su sombra.
Toda orgullosa, Lóndres me dice que fue todo por hoy. O al menos eso creía.
Leticia.