Relatos de viaje: Perdida en aguas turcas!

#ActitudViajera
Cae la tarde en Estambul y el ritmo de la ciudad cambia su pulso. Cientos de personas se desplazan inquietas por los medios de transporte, emprendiendo un viaje esperado: el regreso a casa. Yo, en medio de ese escenario, nunca imaginé que estaría por vivir anochecer agitado.
Mi jornada laboral también llegaba a su fin, y me decido a abandonar el Lütfi Kirdar Convention Exhibition Centre, lugar donde participaba del Congreso Mundial de Hemofilia 2008, y partir rumbo al Puerto de Ferries Sirkeci, en la costa europea.
El plan parecía simple: “Día # 3 Cruzar el Bósforo y visitar la ciudad asiática de Kadiköy”.Mapa en mano, me subo a un taxi con la certeza de saber que la tarifa final del viaje sería… incierta. Indico el rumbo y me sumerjo en el barullo del tránsito que parecía llevarme de manera caprichosa a cualquier lugar. Finalmente, luego de veinte minutos y 32 Liras Turcas llego al puerto. No tenía tiempo para discutir la tarifa con el taxista y la incompatibilidad de idiomas hacía de eso algo sin sentido.
Compré los cospeles de ida y vuelta, y caminé, ya más relajada, hacía los molinetes. Pero la falta de costumbre en el uso de estas fichas hizo que me demore en la fila más de la cuenta, ocasionando el enojo del resto de los usuarios. Un policía se acerca y con un elevado tomo de voz comienza a darme indicaciones imposibles de descifrar. Todo el palabrerío era acompañado por una gestualidad brutal. Me bastó con sentir su mirada para darme cuenta que el mensaje no era nada agradable. Por un momento recordé un fragmento de “Expreso de Medianoche” y en un acto reflejo comencé a correr. En ese momento, no sé por qué razón, interpreté que, si no me apuraba, todos perderíamos el barco. Me subí al primer ferry que encontré, el cual minutos después abandonó el muelle.

Sin ubicación fija en la embarcación, caminaba de punta a punta. Las sensaciones no estaban definidas y vacilaban entre el temor y el asombro. La brisa fresca de la tarde me ubicó en un banco donde llegaban los últimos rayos del sol. Buscando silencio, me alejé de la multitud y tan solo me dediqué a observar.

El ferry recorría el azul intenso del Bósforo, escoltado por Europa y Asia, y se alejaba más aún del horizonte. Todos los posibles puertos se hacían a un lado, encontrándome repentinamente en pleno mar abierto. Definitivamente mi mapa me indicaba que algo no estaba bien, hecho que luego confirmaría Helena, mujer griega de unos 60 y tanto años, quien se dirigía a Isla de los Príncipes, donde tenía su residencia de verano. En ese momento lo comprendí todo: El oficial de la terminal intentaba decirme a gritos que estaba embarcando hacía un destino equivocado.
Invadí a esta señora de preguntas, quien se esforzó sobre manera en explicarme el recorrido de la embarcación. Cuando pregunté por el regreso a Estambul, su respuesta fue rotunda: “Tomorrow”. No había doble interpretación. Hasta el día siguiente al mediodía no podía volver a la ciudad. Esto no sería grave si no fuera porque debía presentarme a trabajar a primera hora junto con otros argentinos que se alarmarían de mi ausencia sin aviso.

Mi nueva amiga descendía en el primero de los amarres. La gran canasta de frutas y verduras que colgaba de su brazo no le impidió abrazarme al momento de la despedida y la fragancia de su perfume me resultó familiar. Por alguna razón me sentí segura, cuidada. Me ofreció más de una vez estadía en su casa pero tenía que encontrar la manera de regresar.
Comencé a buscar una mirada cómplice y empática que siga viaje hasta el final, y así fue como conocí a Murat, quien entusiasmado puso en práctica su español. Este joven turco, enviado tal vez por plegaria de Helena, se aseguró que descienda en Buyukada y me compró el pasaje de las 23 horas de regreso a Bostanci, lugar desde donde salen camionetas a toda hora hacía Estambul. Ese sí era el último, último ferry del día.Tenía 3 horas hasta entonces y no estaba en mis planes esperar en la terminal. Sin dudarlo tomé el carruaje de caballos, único medio de transporte que recorre la isla. Cuando abrí mi bolso para tomar dinero y pagar el paseo, encontré un pequeño Rosario de madera que, intuyo, Helena había puesto en mi bolso durante la despedida. Seguí viaje y me deje llevar por mi errático instinto.
Lo sabía: todo iba a estar bien
Leticia